INDIGENAS DESTRUYEN VALDIVIA, 24 DE NOVIEMBRE DE 1599


LA DESTRUCCIÓN DE VALDIVIA

(www.raulhermosilla.cl)

Por su parte, Valenzuela comienza señalando que la plaza de Valdivia había llegado a ser la más importante de la zona austral. Su excepcional ubicación, detrás de una segura rada, la convertía en magnífico puerto fluvial. La lejanía del territorio araucano permitió prosperar a los vecinos, quienes pudieron dedicarse a explotar con tranquilidad las productivas tierras y los lavaderos de oro. La pujante actividad de sus moradores, que habían extendido sus siembras y cultivos lejos del fuerte, la transformaron en el paso obligado hacia las otras ciudades del interior.

La ensenada de Valdivia fue siempre el apeadero más codiciado por los piratas y corsarios que deambulaban por las costas sudamericanas, buscando mermar el poderío español en el Pacífico. Esto la hacía una de las posesiones hispanas más estratégicas para el dominio del mar. Por esta razón tenía en aquellos años las mejores tropas del reino: sobre 150 soldados, la mayoría de ellos veteranos curtidos en la Guerra de Arauco, con poderoso armamento.

Pelantaro, aconsejado y asistido por dos bellacos renegados, Juan Sánchez y Jerónimo Bello, y habiendo comprometido a gran parte de los yanaconas de la plaza, atacó la cuidad el 24 de noviembre de 1599, con dos mil “conas” montados y dos mil infantes. Las fuerzas españolas a cargo de Gómez Romero contaban con 150 hombres y numerosos auxiliares. Habían transcurridos apenas 6 meses desde el primer asalto y destrucción de Chillán. La máquina bélica araucana no tenía descanso, sin comprometerse con grandes masas de guerreros.

La cuidad, que era verdadera fortaleza rodeada por el caudaloso río por 3 costados, estimada como punto clave en la estrategia hispana, por su ubicación y constante atractivo que por ella experimentaban los piratas y corsarios, empezó a sufrir desde el principio de la rebelión los ataques de hordas “huilliches” aliadas de los araucanos. Al principio, los castellanos pudieron desbaratarlos, con lo que se confiaron en sus fuerzas, lo que final resultó les resultó funesto.

Pelantaro no pretendía dominar con “huilliches” a sus enemigos pero sabía que la permanente ebullición bélica los mantendría ocupados en cosas de guerra y al mismo tiempo los perfeccionaría. Por otro lado, lograba “clavar” la guarnición, con lo que le impedía ir en socorro de otras ciudades atacadas, por la amenaza de estas tribus alzadas. Explotó, pues, el uso militar de los huilliches.

En realidad Valdivia era inexpugnable, puesto que los fosos construidos por el costado que no daba al río, la convertían en una isla. Los imponentes torreones Picarte y Canelo la hacían inaccesible a cualquier ataque por su frente. Por los costados tampoco podría ser tomada ya que Pelantaro no contaba con una fuerza naval para amargarla. De todas maneras, un asalto debía contemplar el cruce del caudaloso río.

A un bastión de esta calidad, sólo podría atacársele por sorpresa y esto requería de un concienzudo plan y audacia. En la noche, un grupo de nadadores selectos transportó silenciosamente las armas, valiéndose de balsas y esperó que el grueso de los “conas”, que se concentraban en la ribera opuesta, pudieran nadar libremente cuando se les diese la orden. Al otro día fueron descubiertas las concentraciones al otro lado del Calle Calle y el capitán Pérez de Valenzuela y su hermano Francisco, en ausencia del Maestre de campo Gómez Romero, se aprestaron a la defensa. Hicieron refugiarse a los habitantes en la fortaleza, con gran malestar de éstos que, incrédulos, sostenían que las medidas eran exageradas y les ocasionaban perjuicios. Sus reclamos ante el alcalde Juan de la Rosa y el alguacil Manuel Coronado, se estrellaron contra la inflexible resolución del Capitán.

Las protestas por el encierro se volcaron contra Gómez Romero cuando regresó de Osorno y se aflojaron las restricciones, que era lo que Pelantaro, debidamente informado, esperaba. Algunos ciudadanos más temerosos, embarcaron a sus familias en los barcos surtos en la bahía.

Todo el mundo se preparó para esperar la Pascua y después de la tradicional cena, se fueron agotados a sus hogares, velando una guardia relajada. Todos dormían confiadamente y no se dieron cuenta de que el campo de Arauco, al otro lado del río, se movía sigilosamente, sin apagar las fogatas para demostrar su inacción, engañando al enemigo. En Navidad había muerto Valdivia y Oñez de Loyola; también moriría la cuidad sureña.

Lentamente, el río se pobló de un ejército de nadadores que fueron ganando la orilla enemiga donde recogieron sus armas y avanzaron como serpientes silenciosas, ocultos en la tenebrosa noche.

Repentinamente, la cuidad se llenó de un ruido infernal de miles de pies que golpeaban el suelo. Al grito de “¡lape! ¡lape!” se abalanzaron sobre la cuidad; echaron puertas abajo, prendieron fuego a los techos de las casas y asesinaron a mansalva a cuanto adormecido español se les puso por delante. Araucanía, tal como Lautaro anteriormente, había invadido territorios esta vez más allá de sus limites naturales determinados por las riberas del Toltén por el sur.

Gómez Romero y los hermanos Valenzuela trataron de organizar la resistencia, pero pese a luchar como leones, pronto fueron aplastados por la superioridad del enemigo quedando muertos en medio de la calle, junto a más de 130 españoles que fueron destrozados y masacrados impunemente; sus cadáveres se quemaron con los despojos de la ciudad. Este horrible holocausto fue presenciado con terror por los pocos sobrevivientes refugiados en los barcos, incapaces de socorrer a sus desgraciados compañeros.

En la isla de Valenzuela (actualmente llamada Teja) los aborígenes colgaron al fraile Andrés de las Heras y después de varios días de borrachera, lo ultimaron a flechazos.

Cientos de mujeres (entre ellas doña Esmeralda, hija del Capitán Valenzuela, que se negó a abandonarlo) fueron a parar a la infamante servidumbre y mancebía de los nativos. Gran cantidad de niños fueron raptados y convertidos en mapuches; ellos se olvidaron de su lengua, costumbres y religión y se transformaron, más tarde, en los peores enemigos de su propia sangre y raza. Más de 400 cautivos pagaron el tributo de la excesiva confianza de los defensores de la ciudadela, llevados por los araucanos de Purén a La Imperial. Cuarenta años más tarde, doña Esmeralda, vieja amargada y deshonrada, fue rescatada, ingresando al convento de las Agustinas. Dura prueba le exigió el destino a tan desdichada hija por sacrificarse por el amor a su padre. Sin parientes ni amigos, repudiada por la sociedad mezquina y soberbia, sólo pudo encontrar refugio en el claustro.

La caída de esta plaza fue el más duro golpe dado a España en su empresa de conquistar Chile. Su pérdida significaba dejar todo el sur desabastecido y a Chiloé sin contacto con el continente.

Osorno y Villarrica, que se abastecían desde Valdivia, quedaban ahora entregadas a un triste destino. Sus habitantes terminarían comiendo raíces como animalitos.

Las tropas de Pelantaro, engrosadas por las tribus que no querían perderse del botín, se elevaron a más de 5000 hombres, con los que se dirigió a Osorno.

Pero así como hemos tenido que omitir en esta conferencia, por no corresponder al tema de ella, las acciones bélicas de Pelantaro entre Curalaba y Valdivia, deberemos omitir la relación de sus siguientes acciones. Sin embargo, no omitiremos señalar una de las más importantes consecuencias para la nación chilena que más adelante se formaría, de los ataques de Pelantaro a las diferentes ciudades fundadas por los españoles. Me refiero a la costumbre de robarse a las mujeres, tanto a las mayores como a las niñas, con lo que se empezó a formar la raza chilena.