EL ASESINATO DEL DIRIGENTE SINDICAL TUCAPEL JIMENEZ ALFARO, SANTIAGO,
25 DE FEBRERO DE 1982





Sin ser siquiera marxista, el dirigente sindical Tucapel Jiménez Alfaro, pagó los platos rotos de unos y otros, y pagó las mañoserías de unos y las prepotencias de otros. 
Fue el crimen de mayor connotación nacional e internacional y que dañó fuertemente la imagen del Gobierno Militar.
Hasta fines de los años 90 ya se tenían identificados a los conspiradores y en agosto de 2000 ya se dictaban las sentencias en contra de un grupo de militares que planearon, ejecutaron y ocultaron el crimen.
Sin embargo, hasta el 2014, ninguno de estos militares, ya encarcelados, ha reconocido su participación en el asesinato.
Los culpables son parte del fanatismo y del extremismo de la otra cara de la moneda, como los asesinos del Comandante en Jefe del Ejército René Schneider (25 de octubre de 1970), del Edecán del Presidente Allende, Capitán Arturo Araya (27 de julio de 1973), y del General Carlos Prats (30 de septiembre de 1974). Y está aún en veremos, la muerte del ex Presidente Eduardo Frei Montalva (22 de enero de 1982).


EL MIEDO A TUCAPEL

(Alejandra Matus, www.casosvicaria.udp.cl)

En febrero de 1982, un grupo operativo de la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE) disparó cinco veces en la cabeza y luego degolló al presidente de la Asociación Nacional de Empleados Fiscales, Tucapel Jiménez Alfaro. El dirigente se había convertido en una amenaza para el régimen por su capacidad movilizadora, sus acercamientos a al ex comandante en jefe de la Fach Gustavo Leigh y sus poderosos aliados en Estados Unidos. Su hijo, el diputado Tucapel Jiménez, afirma que el asesinato de su padre y el del ex Mandatario Eduardo Frei Montalva, ocurridos con un mes de diferencia, pueden explicarse por el miedo de Augusto Pinochet a ser derrocado.

Tucapel Jiménez era un hombre de rutinas. Todos los días salía de su casa a la misma hora. Todos los días volvía a almorzar. Desde su vivienda en la Villa España, en Renca, a la ANEF en el centro, hacía siempre el mismo recorrido. Cada domingo se ponía corbata. Seguirlo debe haber sido cosa fácil. Nunca conducía a más de 40 kilómetros por hora.

Jiménez, elegido presidente de la ANEF en forma ininterrumpida desde 1963, era un hombre de carácter fuerte y, a la vez, simpático y campechano. Un gran articulador capaz de dialogar con moros y cristianos.

Como dirigente, se peleó con Eduardo Frei Montalva y con Salvador Allende, en sus respectivos gobiernos. Sus críticas a la Unidad Popular casi le cuestan la expulsión del Partido Radical. Partió apoyando el Golpe de Estado, pues creyó en las promesas que se le hicieron de mejorar la condición de los empleados públicos, pero en cuanto el modelo económico adoptado por el régimen comenzó a golpear a sus representados se tornó en contra. Un mes después de la muerte de Frei Montalva, este hombre que no era ni marxista, ni opositor clandestino, fue asesinado. ¿Por qué?



El aliado

En 1974, Tucapel Jiménez aceptó junto a otros cuatro representantes sindicales, asistir a la asamblea anual de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), junto a los dirigentes Eduardo Ríos, Guillermo Medina, Federico Mujica y Ernesto Vogel. Los acompañaron los delegados empresariales y los de gobierno.

En esa oportunidad, Ríos, quien encabezaba la delegación, dijo con el consentimiento de los demás dirigentes que “el gobierno de Allende (…) interrumpió más de cuarenta años de vida institucional y democrática para ahondar la miseria del pueblo chileno”, según relató el periodista Rodolfo Sesnic en su libro: Tucapel. La muerte de un líder.

Vogel, entonces dirigente de los ferroviarios, entrevistado para este reportaje, rechaza que los dirigentes hayan defendido a la dictadura en Ginebra: “El ministro del Trabajo, un general de Carabineros, citó a varios dirigentes y nos dijo ‘La próxima semana parten a Ginebra’, aunque nadie lo había solicitado. Le manifestamos que teníamos que consultar con nuestras directivas. Hubo votaciones y con autorización de nuestras organizaciones, aceptamos. Allá hicimos declaraciones sobre lo que estaba ocurriendo en Chile: que se había disuelto la CUT, que había persecuciones. Incluso después nos detuvieron por no asistir a los actos de conmemoración del Golpe en el Diego Portales”.

No obstante, el respaldo inicial de Tucapel Jiménez a las nuevas autoridades quedó plasmado en una entrevista que concedió en noviembre de 1974.

“Ahora se habla con claridad y franqueza. Nuestros planteamientos son analizados y obtenemos respuestas en plazos brevísimos (…) Existe plena libertad para reuniones y para discutir los problemas”, decía.

Y sobre Ginebra: “Nosotros nos jugamos enteros porque viniera una comisión a Chile que pudiera ver en el terreno, objetivamente, la verdadera realidad sindical que vivimos”. Es verdad, decía, que transitoriamente las elecciones y las negociaciones colectivas se hallaban suspendidas. “Por el momento, hacer una elección es volver a la chuchoca política, al chantaje político”.

Tucapel Jiménez confiaba en que las demandas de los empleados públicos serían atendidas, como se le había prometido. Pero paulatinamente comenzó a caer en cuenta que eso no sucedería.

El miedo al boicot

Jiménez empezó a trabajar a los 16 años cargando sacos en lavaderos de oro. En 1944 entró al servicio público y pronto se convirtió en dirigente. Sin embargo, nunca dejó de cumplir con sus labores por atender sus responsabilidades como sindicalista.

“Mi papá era dirigente sólo después de las 5 de la tarde y durante las vacaciones. Nunca en horario de trabajo”, recuerda su hijo, el actual diputado del PPD Tucapel Jiménez.

Era un hombre austero a quien su mujer cocía la ropa. “En los tiempos de la dictadura debe haber ganado unos 700 u 800 mil pesos de hoy, pero no lucían, porque era muy desprendido. Recuerdo que un día regaló mi bicicleta a un niño que no tenía y cuando protesté, me dijo: ‘Pero, hijo, si a ti te puedo comprar otra’. ‘Ya, pero cuándo’, me quejaba yo”.

El sindicalismo chileno post golpe había sido duramente castigado por la represión y las organizaciones subsistentes estaban divididas, entre otros asuntos, respecto de si aceptar en ellas la participación de dirigentes comunistas.

Sin declararse derechamente opositor al régimen, Tucapel Jiménez comenzó por criticar los despidos, las rebajas de sueldo en el sector público y la indiferencia de las autoridades a sus planteamientos. Una postura que se hizo más severa cuando el cargo de ministro del Trabajo lo ocupó Sergio Fernández.

En 1975 creó el Grupo de los 10, una coordinadora de organizaciones sindicales que comenzó a demandar cambios en las políticas económicas y laborales del régimen.

Se vinculó con la poderosa organización sindical con sede en Estados Unidos AFL-CIO, que era la rival de la entidad patrocinada por la Unión Soviética, y por esa razón un sector del sindicalismo lo consideraba un aliado del imperialismo. Pero Estados Unidos dejó de ser incondicional a la dictadura, especialmente a partir de 1976, el año en que Orlando Letelier fue asesinado en Washington DC y en que el demócrata Jimmy Carter fue electo Presidente de ese país.

En 1979, Tucapel Jiménez planeó un boicot a las exportaciones de productos chilenos, por ser producidos por una dictadura que no respetaba los derechos mínimos laborales como la sindicalización, negociación colectiva y la huelga. El presidente de la multisindical AFL-CIO, George Meany, quien lo apoyaba, tenía el poder para instruir a sus asociados para que no descargaran los productos al llegar a los puertos norteamericanos. Los más altos jerarcas del régimen militar temieron que la protesta tuviera éxito.

El hijo del sindicalista chileno cuenta que todas las semanas recibían amenazas telefónicas en su casa. Una de las que recuerda más nítidamente, se refería al boicot: “Yo tomé el teléfono y una persona me dijo: ‘Si el boicot se produce, están todos ustedes condenados a muerte’”.

En la sentencia del caso Tucapel, el ministro Sergio Muñoz revela que el entonces ministro de Hacienda, Sergio de Castro, viajó a Estados Unidos en donde se entrevistó con Meany, “a quien le hizo presente que el gobierno de Chile de la época estaba dispuesto a impulsar reformas legales que contemplaran los aspectos enunciados, con lo cual se obtuvo que se omitiera la implementación del boicot a las exportaciones de productos de empresas chilenas”. Es lo que el propio De Castro declaró en el proceso.

Tucapel Jiménez fue recibido en la Casa Blanca por el Presidente Carter en enero de 1980. Sin embargo, los vientos se le volverían en su contra porque Carter perdió la reelección y ese mismo mes asumió el gobierno Ronald Reagan. La llegada del republicano significó en Chile la intensificación de la represión.

El Walesa chileno

El 15 de noviembre de 1980, un día sábado, se dictó el Decreto Ley 3.511, disponiendo la reorganización de la Dirección de Industria y Comercio (Dirinco), donde trabajaba Jiménez. Para llevarla a cabo, decía el decreto, se suspendía la inamovilidad de sus funcionarios, que a partir de ese momento pasaban a tener calidad de interinos. El lunes a primera hora, con las firmas de José Luis Federici y Hernán Büchi, ministro y subsecretario de Economía respectivamente, se firmó un nuevo decreto que despidió a Jiménez de su cargo y dio por terminado el período especial de interinato.

Lo que se pretendía es que la ANEF se viera obligada a prescindir de Tucapel Jiménez como presidente, pero los calculos fallaron: cuando el dirigente presentó la renuncia, los asociados la rechazaron y optaron por mantenerlo a la cabeza de la asociación.

Se parecía mucho, le dijeron sus asesores a Augusto Pinochet, a lo que sucedía en Polonia con el líder sindicalista Lech Walesa. Walesa había sido despedido de los astilleros donde trabajaba, pero los trabajadores organizados exigieron su reincorporación y, a partir de ese incidente, se inició una movilización que desestabilizó al gobierno comunista, obligó a la realización de elecciones y terminó con Walesa como Presidente polaco.

“Tan relevante es este hecho, que aún con posterioridad a la muerte de Tucapel Jiménez Alfaro, se estimó que el viaje de Lech Walesa a Chile era contraproducente, pues sería utilizado políticamente, viajando un agente de la Central Nacional de Informaciones junto al sacerdote Rector de la Misión Católica Polaca en Chile, Bruno Richlowsky, persuadiendo a dicho sindicalista para no concurrir a nuestro país, aduciendo compromisos internos”, revela la sentencia del juez Sergio Muñoz.

Jorge Mario Saavedra, el abogado que representó a la familia del sindicalista y que investigó por cuenta propia durante los años en que la causa judicial no se movía, dice que “Pinochet estaba obsesionado con el caso Walesa. El general Jorge Ballerino, su orejero, lo había convencido de que algo similar podría ocurrirle”.

Después de su despido, Jiménez quedó ganando una pensión de 20 mil pesos. En ese momento una de las AFP recientemente creadas le ofreció pagarle al contado 600 mil pesos y un sueldo de 200 mil pesos mensuales si accedía a aparecer en un spot televisivo invitando a los trabajadores a retirarse del viejo sistema de pensiones y ficharse en esa AFP. Le hubiera arreglado la vida, pero Jiménez lo rechazó. “Dijo que hubiera sido engañar a los trabajadores”, relata su hijo. Otro de los dirigentes con que viajó a Ginebra, Guillermo Medina, no pensó lo mismo y aceptó convertirse en rostro de una AFP.

En los primeros días de septiembre de 1980 hubo un acto en la ANEF, que se conoció como “el Caupolicanazo chico”, porque se realizó pocos días después del Caupolicanazo, el primer acto politico en dictadura, con Frei Montalva como orador princial. El Caupolicanazo chico fue el primer acto público y masivo en la sede sindical. Tucapel fue uno de los oradores. El otro, Eduardo Frei Montalva. El ex Mandatario no quería ir, pero Jiménez fue a buscarlo. Le reclamó que debía asumir su responsabilidad histórica. Si había cualquier cambio político, le dijo, él tendría que encabezarlo. Frei Montalva, sin embargo, murió a fines de enero de 1982 en circunstancias que hoy se investigan, pues existen evidencias de que fue asesinado.

El 17 febrero de 1982, Jiménez volvió a la carga haciendo un llamado

a todas las organizaciones sindicales para que se unieran en un solo frente para luchar contra el modelo económico. Dijo que creía que “esta idea fructificaría y que la unidad sindical nacional sería una realidad de aquí a fines de marzo”, según la cita recogida en el fallo del juez Muñoz. La prensa de la época tachó el llamado de Jiménez como un intento de revivir la CUT. “Detrás del llamado de unidad gremial está la mano comunista”, decía La Nación.

El propio Pinochet hizo pública su molestia. El 21 de febrero de 1982, apenas unos días antes del crimen, dijo en Calbuco: “Lógicamente, cuando hay estas pequeñas acciones negativas momentáneas, aparecen los de siempre. Aparecen los negativos de siempre y a ellos les mando hoy este mensaje: el gobierno tolera muchas cosas, pero jamás va a tolerar volver atrás. Jamás va a tolerar que algunos enquistados estén actuando en forma negativa y tratando de sembrar la cizaña en las mentes de los trabajadores. Por ello, me atrevo a decir a aquellos que están en estos momentos realizando acciones contrarias al gobierno: mucho cuidado señores, porque también ustedes pueden salir fuera del país”.

Tucapel Jiménez Alfaro no se amilanó y siguió trabajando no sólo en la unificación de las organizaciones sindicales, sino que en la organización de un paro nacional, que debía concretarse en marzo de 1983.

Un amigo peligroso

El 23 de febrero de 1982, Tucapel Jiménez acudió a cenar a la casa de Jorge Ovalle, un abogado radical amigo suyo y, al mismo tiempo, asesor del ex comandante en jefe de la Fuerza Aérea, Gustavo Leigh, otro de los invitados a la comida.

Leigh había caído en desgracia en 1978, luego de una larga pugna de poder con Pinochet y de un fallido plan suyo para derrocarlo, según relatan Sesnic en Tucapel… y Cavallo, Salazar y Sepúlveda en La Historia Oculta del Régimen Militar. Por esa razón, fue destituido de la jefatura de la Fach y obligado a abandonar la Junta Militar. El cuerpo completo de generales de la Fach renunció con él, a excepción de Fernando Matthei, quien lo sucedió como comandante en jefe. Se había tratado de una victoria esencial para que Pinochet tomara el control total del régimen, sin contrapesos.

“La idea de mi papá era sumar a Leigh al movimiento social opositor, porque Leigh ya había salido de la Junta. Cuando terminaron la cena, y salieron a la calle, Leigh apuntó a unos autos que había estacionados allí y le dijo a mi papá: ‘Tucapel, te están siguiendo’”, relata el diputado Jiménez. Entrevistado en marzo de 1982, a propósito de sus encuentros con el sindicalista, Leigh afirmó al vespertino La Segunda que siempre estuvieron bajo la vigilancia de la CNI (ver galería archivos de la época abajo).

Jorge Mario Saavedra, quien entonces era amigo y asesor del sindicalista, relata que la relación del “Tuca” –como le decían cariñosamente sus amigos–, con el ex integrante de la Junta, se urdía con dificultad. Esto, pues había quienes, como el propio Saavedra, se oponían a esos contactos.

“Yo dudaba de la verdadera vocación democrática de Leigh y, además, en términos prácticos, me parecía inconducente buscar acuerdos con alguien que estaba fuera del poder. Leigh se había comprometido a impulsar ciertos proyectos a favor de los empleados fiscales, cuando en realidad no tenía ninguna posibilidad de llevarlos a cabo”, dice Saavedra.

Pese a las reticencias de sus amigos, Tucapel Jiménez había tenido más de un encuentro con Leigh. En la víspera del crimen, acudió a la cena en la casa de Ovalle acompañado del vicepresidente de la ANEF, Hernol Flores.

En el libro “Chile, la Memoria Prohibida” se sostiene que la sintonía que inicialmente la dictadura tuvo con el movimiento sindical se debía a la influencia de Leigh y de algunos de sus hombres, como el general Nicolás Díaz Estrada, uno de los primeros ministros del Trabajo del régimen, quien fue dado de baja junto a Leigh:

“Era la reanimación de esa sintonía, ahora con un Leigh despechado, la que Ovalle facilitaba. A Leigh podía interesarle la fuerza y el ascendiente sindical de Jiménez. En cambio de Leigh podía interesarle a Jiménez un cierto crédito militar, a pesar de que el general se hallase por entonces en retiro, como respaldo a una iniciativa que acababa de lanzar prominentemente al ruedo: la reunificación del movimiento sindical, un desafío y una amenaza indudable para el régimen”.

En el mismo libro se relata que esa noche los comensales hablaron de política y criticaron el sistema económico, aquejado de síntomas de recesión. “Se habló de la necesidad de que las autoridades de gobierno enmendaran rumbos”.

Un automóvil que siguió a Jiménez permaneció durante toda la cena esperando a que saliera y sus ocupantes no se intimidaron al saberse descubiertos por los comensales. Hernol Flores se ofreció a acompañar a Jiménez de regreso a casa, alarmado por el seguimiento tan ostensible, pero el dirigente declinó el ofrecimiento. “Son mis guardaespaldas”, le dijo.

En la sede de la hoy Central Unitaria de Trabajadores hay quienes sostienen que el asesinato de Jiménez fue en realidad un mensaje para Leigh. El abogado Saavedra no lo comparte. Opina que su cercanía con el ex integrante de la Junta fue una gota más en un vaso ya repleto.

Últimas horas

En el verano de 1982, Jiménez conducía un taxi que había adquirido apenas meses antes, con el pago de la indemnización tras ser despedido de la Dirinco.

“Nosotros sabíamos que lo seguían. Recibíamos amenazas en la casa todas las semanas. Mi mamá vivía desvelada. Escuchaba un ruido y pensaba que nos habían puesto una bomba”, relata el diputado Jiménez. “Cuando mi papá llegaba y nos veía asustados, le bajaba el perfil. ‘Quién los va a querer matar a ustedes’, nos decía y yo me tranquilizaba”.

En el proceso por el caso Tucapel quedó establecido que el régimen militar creó, entre otros, un servicio destinado a regular la actividad gremial y sindical, que llamó la Secretaría Nacional de los Gremios. Esta, junto a la Secretaría Nacional de la Mujer y la Secretaría Nacional de la Juventud, era uno de los departamentos de la Dirección de Organizaciones Civiles, dependiente en ese momento del subsecretario general de Gobierno, Jovino Novoa.

“Dicha repartición tenía entre sus funciones formar dirigentes sindicales que representaran las ideas del gobierno, como, además, tenía vinculaciones con diferentes instituciones o grupos que sustentaban posiciones proclives al régimen, de los cuales formaban parte algunos de sus funcionarios, entre ellos, el Movimiento Revolucionario Nacional Sindicalista (M. R. N. S.)”, dice el fallo del ministro Muñoz.

El MRNS era en realidad un grupo paramilitar, organizado jerárquicamente, cuyos integrantes vestían tenidas especiales e insignias, y practicaban ejercicios con armas y explosivos. Ellos canalizaban la información que se reunía sobre los sindicalistas opositores a la CNI.

Misael Galleguillos, el encargado de la Secretaría Nacional de los Gremios, quien había ayudado a crear la MRNS, recopilaba información sobre Tucapel Jiménez, entre otros dirigentes, y se los pasaba a la Brigada Laboral de la CNI, a cargo de Álvaro Corbalán. Más tarde, la CNI compartía los datos que reunía con los demás servicios de inteligencia del gobierno, entre ellos la DINE, en las reuniones periódicas que se sostenían en la llamada Comunidad de Inteligencia.

Según los antecedentes recopilados por el juez Muñoz, la prominencia y el riesgo que se le atribuía a las conductas de Jiménez, llevaron a la CNI a registrar todos sus movimientos, “levantándosele y acostándosele”. De esta manera determinaron dónde vivía, los lugares que visitaba y los recorridos que hacía. Confeccionaron una carpeta con sus principales antecedentes, incluyendo a su grupo familiar y a las personas que frecuentaba, interceptaron los teléfonos que usaba habitualmente en su casa y en la ANEF, y grabaron y analizaron sus conversaciones.

Además, la CNI reclutó a Julio Oliva, el junior de la ANEF, para que informara sobre todas las actividades, planes y reuniones de Jiménez. En una ocasión, Valericio Orrego, un dirigente del Ministerio de Obras Públicas que participaba en la Secretaría Nacional de los Gremios, se infiltró en una reunion del Grupo de los Diez, con una grabadora adosada al cuerpo, pero la máquina empezó a hacer ruido y lo delató. Tuvo que huir.

Tucapel era seguido tan abierta y ostentosamente, que cuando llegaba a su casa se acercaba al auto de sus celadores y se despedía: “Muchas gracias por venir a dejarme’’.

El hijo del dirigente, entonces un joven de 19 años, el único de los tres hermanos que vivía aún con sus padres, estaba confiado en que su padre estaba seguro y por eso se fue a pasar las vacaciones con unos primos en Algarrobo, pocos días antes del asesinato. Cuando conversaban en casa, lo que más temían era que un día Tucapel Jiménez fuera expulsado del país. La posibilidad no les desagradaba a Tucapel hijo y a su madre. “Estábamos agotados de vivir en esa tensión y nos imaginábamos que iríamos a vivir a Los Angeles, Estados Unidos”.

Lo que ignoraba la familia es que la posibilidad de expulsión fue desaconsejada, entre otros, por el abogado Ambrosio Rodríguez, asesor jurídico de la CNI. Según describe Sesnic en su libro Tucapel…, Rodríguez era de la opinión de que la expulsión de Jiménez sería “contraproducente”. También su desaparición, pues por el prestigio internacional del dirigente esas medidas aumentarían “la campaña externa contra el Gobierno”. En el menú de posibilidades quedó sólo la eliminación.

“Mi papá me fue a dejar al terminal. Me preguntó si mi mamá me había dado plata para el viaje y yo le dije que no. Él sabía que yo le mentía, porque mi mamá no me iba a mandar con los bolsillos vacíos. Sonrío y me dio plata también. Me pidió que lo llamara al llegar y se despidió”, relata.

No recordó en ese momento que en 1981 su padre le había pasado un cassette para que lo escuchara junto a su madre, “si un día me pasa algo”. “Ni siquiera lo escuchamos. Lo guardamos pensando que jamás tendríamos que oírlo”.

El contenido de la grabación quedó transcrito en el proceso:

“Quiero enviar este mensaje como última instancia en esta vida. Para mi mujer Haydeé Fuentes Salinas, mujer que sufrió mucho por mí, muchísimo, y que ahora en este minuto le pido perdón. (…) A mis hijos queridos, si algo me pasa, sea para ustedes mi palabra de aliento. Tengan resignación, tengan tranquilidad para vivir. (…) Adiós seres queridos. Adiós…. estimada….Vieja….Chao. Por último, quiero decirles a los trabajadores de Chile, a los trabajadores de mi país, a los trabajadores fiscales, a la Agrupación Nacional de Empleados Fiscales, mi querida ANEF, que los problemas que afectan a los trabajadores, especialmente al sector público, se resuelvan ojalá a la brevedad posible ¡Viva Chile!”.

El crimen

El 25 de febrero de 1982, a las 9:30 de la mañana, Tucapel Jiménez salió de su casa como todos los días rumbo a la ANEF. Manuel Bustos, entonces presidente de la Coordinadora Nacional Sindical, lo esperaba para una reunión en que se trataría el tema de la reunificación del movimiento. Tucapel estaba optimista porque estaba seguro de que conseguiría reunir en una misma organización desde demócratacristianos a comunistas.

Myriam Verdugo, viuda de Bustos, recuerda, en entrevista para este reportaje, haber presenciado reuniones previas de Tucapel Jiménez con Bustos, cuando éste permanecía en la cárcel pública.

“En esos diálogos conversaron sobre la necesidad de lograr la unidad entre las organizaciones sindicales. Manuel entendía que él no podía hacer ese llamado, pues, dada la conformación de la Coordinadora Nacional Sindical que él dirigía, donde se reunían DC, socialistas, comunistas, radicales, Mapus OC y otros de izquierda sin militancia reconocida, sería más fácil que el gobierno, la derecha en general, y los medios lo atacaran y denostaran. Él aceptaba que la convocatoria a la unidad, primer paso para convocar a un paro general, debía venir de personas menos fáciles de atacar. A Bustos, se le sindicaba, incluso al interior de la DC, como filocomunista. Tucapel no tendría esos problemas y estaba dispuesto a asumir el liderazgo”, relata.

La reunión de esa mañana con Bustos en la sede de la ANEF era crucial.

“Mi papá era muy ordenado y muy puntual. Nunca se hubiera detenido a recoger pasajeros sabiendo que lo esperaba Bustos. Si lo hizo, fue porque vio a alguien conocido”, dice el diputado Jiménez.

Ese alguien era el carabinero en retiro Luis Pino Moreno, casado con una prima suya. “Él fue despedido de la institución porque tuvo un desliz sentimental y su amante se quitó al vida en el cerro Santa Lucía. Lo habían llamado a retiro en diciembre. Desde entonces, iba todos los días a la casa, a pedir ayuda. Hasta que llegó febrero y no fue más. Después de la muerte de mi papá, en una fiesta familiar, se emborrachó y le pidió perdón a mi madre, le dijo que lo que había hecho, lo hizo por su mujer y su hija”.

Gracias al servicio prestado por Pino, tres hombres que descendieron de otro taxi se subieron al vehículo de Tucapel Jiménez y lo obligaron a conducir a punta de cañón hasta un sector apartado camino a Lampa. Uno de ellos le dio cinco disparos en la nuca y otro le cercenó el cuello para rematarlo. Los hombres esperaron a que Jiménez exhalara el último aliento de vida, sacaron el taxímetro y una peineta verde para simular un robo, subieron los vidrios del vehículo para acelerar la descomposición del cuerpo y se marcharon.

De inmediato la información oficial habló de un asalto delictual. Así también lo consignó parte de la prensa de la época. “Pienso que no es un asesinato político. Creo que es delictual, pero la verdad es que no voy a hacer ninguna declaración”, declaraba el director de la CNI, general de Ejército Humberto Gordon, a La Tercera del 27 de febrero (ver galería de archivos abajo).

Esa era justamente la tesis que la DINE quería que se implantara. Carlos Herrera Jiménez, uno de los autores materiales del crimen contra Tucapel Jiménez y conocido en los cuarteles como Bocaccio, consignó ante el juez Muñoz que así le pidieron que fuera la operación. “La misión consistía en que yo me debía parar y esperar que pasara este señor, hacerlo parar, porque este señor salía de su casa taxeando. Esa información ya se tenía y se sabía. Conversé con la gente que tenía que operar, vi los medios que se me asignaron. ¡Ah!, otra cosa muy importante (…) era que la muerte de este señor debía ocurrir como si fuese hecho por delincuentes habituales”, explicó el agente 17 años después.

En el momento, sin embargo, las sospechas de la familia y de toda la dirigencia sindical cayeron de inmediato en los servicios secretos. No obstante, el ministro en visita nombrado para investigar, Sergio Valenzuela Patiño, llegó a la conclusión de que no era posible encontrar a los culpables y sobreseyó el caso.

Tucapel Jiménez hijo, su madre y su hermana mayor se mudaron a Suecia, donde vivía su hermana menor. Jiménez Fuentes regresó a Chile en 1995, donde el deseo de hacer justicia fue atándolo, a pesar de que tenía una vida armada en Suecia, y de que su esposa y sus hijos no tenían deseos de quedarse en Chile.

“Me acuerdo que fuimos a ver al magistrado con nuestro abogado, Jorge Mario Saavedra. Valenzuela Patiño se tocó la frente diciéndome: ‘El caso de su papá me tiene hasta aquí’”.

De esa reunión, Tucapel hijo salió convencido de que la única manera de hacer justicia en el caso era cambiar al magistrado y comenzó a mandar cartas a la Corte Suprema, algunas escritas a mano, las que eran rechazadas indefectiblemente. Su cruzada sólo tuvo efecto en 1998, tras el arresto de Pinochet en Londres.

“La aprobación de su extradición (de Pinochet) a España fue anulada porque se dijo que el voto de uno de los Lores estaba comprometido, porque era casado con una activista de Amnistía Internacional. Entonces, yo pregunté: ‘¿Y cómo puede ser que se piense que un magistrado que tiene un hijo en la CNI pueda ser imparcial en el caso de mi padre?’”.

Esta vez la Corte Suprema lo escuchó y el caso fue asignado al juez Sergio Muñoz, quien en tres años logró esclarecer los hechos. El asesinato no fue cometido, como se pensaba, por la CNI, sino que por la Dirección de Inteligencia del Ejército, DINE. La acción recibió el nombre nada eufemístico de: “Operación especial de inteligencia destinada a la eliminación física de Tucapel Jiménez Alfaro”, y fue encargada al mayor de Ejército Carlos Herrera Jiménez, el autor de los disparos. Lo acompañaron Manuel Contreras Donaire, quien remató al dirigente degollándolo, y Miguel Letelier. Las armas usadas las proporcionó el Ejército. Las órdenes las dio el director de la DINE, Ramsés Alvarez. El comandante del Cuerpo de Inteligencia del Ejército, Víctor Pinto, supervisó la operación y proporcionó el apoyo logístico.

El magistrado comprobó que un primer intento fracasó, pues el primer grupo de la DINE que recibió el encargo demostró “falta de compromiso” con la misión. Entonces hubo que convocar a personal militar que estaba adscrito a la CNI: Francisco Ferrer Lima y Carlos Herrera Jiménez.

“Concluida la denominada operación especial de inteligencia de eliminación física de Tucapel Jiménez Alfaro, las personas que participaron en su ejecución material se trasladaron hasta el cuartel militar ubicado en calle García Reyes N° 12 de la Comuna de Santiago, en donde, el oficial se presentó ante el Comandante del Cuerpo de Inteligencia del Ejército, y su superior directo, le expresó haber ejecutado el hecho planificado, esto es la eliminación física de Tucapel Jiménez Alfaro y le hizo entrega de las armas de fuego y cortante que le proporcionara para realizar la acción, como, además, de las especies y documentos retirados al perpetrar el delito”.

El personal involucrado recibió anotaciones de mérito en sus hojas de vida y recompensas económicas.

En la sentencia final, en 2002, Muñoz condenó a 12 personas, entre las que incluyó, además de los autores materiales y a sus superiores, a los cómplices y al general en servicio activo Hernán Ramírez Hald, al ex fiscal Fernando Torres Silva y a su mano derecha, el coronel Enrique Ibarra, como encubridores, por sus incansables esfuerzos por estropear la investigación judicial.

Cabos sueltos

Tucapel Jiménez Fuentes siente que en el caso de su padre se hizo “media verdad y media justicia”. Las condenas le parecieron ridículamente bajas. Torres e Ibarra recibieron 800 y 540 días de pena remitida, respectivamente. Contreras Donaire, el hombre que cercenó el cuello a Tucapel Jiménez, obtuvo un beneficio carcelario durante el gobierno de Ricardo Lagos tras cumplir poco más de dos años de una condena de seis. Miguel Letelier también está libre tras cumplir su sentencia. Sólo Herrera Jiménez, el autor de los disparos, continúa sirviendo su pena de presidio perpetuo.

“Una de las revelaciones más dolorosas para nosotros como familia, fue saber que el junior de la ANEF, Julio Olivares, entregaba información a la CNI sobre mi padre. Él era hijo de una amiga y vecina de mi mamá, que vino a pedir ayuda para su hijo cesante. En 1974, lo contrataron en la ANEF, pero como no había plata para pagarle, mi papá ponía una parte de su sueldo e hizo que otros dirigentes hicieran lo mismo para hacerle un salario”.

Julio Olivares estuvo procesado, pero no fue condenado. En la causa quedó establecido que fue reclutado por la CNI en 1976 y que siguió prestando servicios por lo menos hasta 1984, mucho después de la muerte del sindicalista.

En el proceso quedó sin aclarar el asesinato de René Basoa Alarcón, un ex militante comunista que se convirtió en colaborador de los servicios de seguridad y que era informante del agente del Comando Conjunto Roberto Fuentes Morrison, el Wally. Basoa trabajaba en la armería desde donde fue incautada el arma no inscrita que se usó para asesinar a Tucapel Jiménez y reconoció a dos de los sujetos que lo hicieron. Sabía que pertenecían a la DINE. Fue asesinado a tiros en la calle, en marzo de 1982.

Sin culpables quedó también la detención de la familia completa de una mujer que tuvo un hijo del sindicalista, obedeciendo una orden del ministro del Interior, Sergio Fernández. Sus hermanos y padre fueron torturados intentando que confesaran que habían asesinado a Tucapel Jiménez para vengar el honor de su hermana. Fueron liberados sin cargos.

Saavedra asevera que quizás el aspecto más relevante que quedó al margen de la sentencia final fue establecer la responsabilidad de Pinochet en dar la orden al director de la DINE para eliminar a Tucapel Jiménez. Antecedentes abundan en el proceso, pero Saavedra revela que él, como abogado, por un criterio práctico, consideró necesario primero dictar condenas contra los demás involucrados, pues los juicios que habían incluido el nombre del dictador se entrampaban en recursos en los tribunales superiores y en recusaciones a los jueces que lo intentaron.

El diputado Jiménez no duda que Pinochet en persona dio la orden a la DINE: “No es casualidad que a Frei lo mataran un mes antes que a mi padre. En un mes, Pinochet se deshizo de los dos actores principales de la oposición”.



UN CRIMEN PARA ENCUBRIR OTRO

(www.casosvicaria.udp.cl, Ana Maria Sanhueza en The Clinic, en junio de 2005)

“Buscar a alguien pobre, bueno para beber, que viva solo”. Esa fue la instrucción que en julio de 1983 recibió un equipo de la CNI para echarle definitivamente tierra al asesinato de Tucapel Jiménez, ocurrido un año y medio antes, por medio del montaje de un suicidio con carta autoinculpatoria. El elegido fue un carpintero cesante y separado de Valparaíso, cuyo sueño era ahorrar para tener luz y agua potable en su casa. Sin tener idea de política ni de quién era el presidente de la ANEF, Juan Alegría Mundaca se convirtió en víctima de uno de los crímenes más aberrantes de la dictadura.



–Mamá, me están siguiendo unos güeones y usted no me cree.

El carpintero Juan Alegría Mundaca llevaba por lo menos un mes diciéndole a su madre que lo seguían unos hombres. Estaba seguro que cada vez que salía de su casa y caminaba rumbo a su trabajo como nochero en el mirador que la Marina Mercante construía en el cerro Playa Ancha, en Valparaíso, alguien lo vigilaba desde un auto con vidrios polarizados.

–Pero, Juan ¿quién te va a seguir si somos pobres y no tenemos enemigos

–Me siguen en un auto y se quedan en el monolito mirándome ¡Son como cinco, mamá!– insistía el carpintero.

Rosa Mundaca lo miraba incrédula. ¿Y si era una más de las bromas de su hijo? No olvidaba que, dentro de los varios apodos que tenía en el barrio, uno de ellos era El Chacotero. Tampoco le cabía en la cabeza que alguien se tomara el tiempo de seguir a un hombre que era tan pobre que ni siquiera tenía luz ni alcantarillado en su casa. ¿Para qué? ¿Qué sentido tenía si tampoco había nada que robarle?

Para el 11 de julio de 1983, el día en que lo mataron, Juan Alegría vivía solo en una precaria vivienda de madera tipo A que él mismo había construido en Playa Ancha. Se había separado hacía seis meses de Esmeralda Castillo. Tenía tres hijos. Los dos mayores, Marcela y Juanito, de 12 y 9 años, vivían con su abuela Rosa. Francis, de un año y medio, estaba con su ex esposa en Casablanca.

A sus 33 años, Alegría atravesaba por uno de los peores momentos de su vida: a su soledad se sumaba la pobreza. Hacía tiempo que no lo llamaban para hacer arreglos en casas de Valparaíso y sólo conseguía trabajos esporádicos en los que ganaba el sueldo mínimo.

Pese a su complicada situación, ahorraba para instalar agua potable. Un sueño que tenía era que sus hijos mayores se fueran a vivir con él. Pero era difícil mientras no tuviera alcantarillado y electricidad.

Por mientras, Alegría se las arreglaba yendo a comer algunos días a la casa de su madre, también ubicada en Playa Ancha. Otros, se dedicaba a tomar vino tinto y a comer pescado con sus amigos del barrio: el Chepo, el Nano, el Masacrón y el Gato. Se juntaban en El Mercado, un pequeño boliche de su barrio.

Pese a que el dinero escaseaba, el carpintero era un “afortunado” en comparación a sus vecinos, la mayoría aquejados por la cesantía provocada por la crisis económica de 1982. Ese mismo año, él también había sido parte de esa cifra. Hasta que consiguió un cupo en Plan Ocupacional para Jefes de Hogar (POJH), un programa de emergencia municipal creado por el régimen de Augusto Pinochet que se convirtió en el emblema de los desempleados de los ‘80.

Pero 1982 no sólo fue malo para Alegría. Su caso era apenas una muestra de lo que atravesaban miles de chilenos. A principios de ese año, uno de los hombres que estaba preocupado de la precaria situación de los trabajadores era el presidente de la Asociación Nacional de Empleados Fiscales (ANEF), Tucapel Jiménez Alfaro, el más importante dirigente sindical del país y alguien a quien el carpintero no ubicaba ni de nombre.

Un sindicalista en la mira

Dos años antes de que Juan Alegría fuera hallado con las muñecas cercenadas en su casa, Tucapel Jiménez experimentó en Santiago la misma inquietud que el carpintero sentía cuando se percató de que alguien lo seguía. Un auto con vidrios polarizados merodeaba su casa en Renca, el local de la ANEF y la sede de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), hasta donde el dirigente acostumbraba ir a reuniones.

Años más tarde, el propio asesino de Tucapel Jiménez, el ex agente de la Dirección Nacional de Inteligencia del Ejército (DINE) y de la Central Nacional de Informaciones (CNI), Carlos Herrera Jiménez, confirmó que el sindicalista presentía a tal punto que lo matarían, que hasta conversó amablemente con sus homicidas minutos antes de morir. “Me llamó mucho la atención que, cuando se le comunicó a don Tucapel Jiménez que estaba detenido, se alegró de sobremanera. Eso me ha llamado siempre la atención, lo contento y feliz que estaba por ser detenido”, le comentó al juez Sergio Muñoz en octubre del 2000, cuando se decidió a confesar el crimen.

Porque, a diferencia del carpintero Alegría, que nunca logró entender por qué alguien podía seguirlo –no tenía militancia ni educación ni ningún interés en la contingencia política–, Tucapel Jiménez sabía que al régimen militar le incomodaba su liderazgo entre los trabajadores y la oposición.

El dirigente fue asesinado el 25 de febrero de 1982. Apareció muerto en el interior de su taxi con cinco disparos en la cabeza y tres cortes en el cuello, en un camino de Lampa, en la Región Metropolitana. Iba rumbo a una reunión a la CUT. Pero nunca llegó.

El crimen de Jiménez, tal como lo confesó casi dos décadas después Herrera, había sido cuidadosamente planificado para que pareciera un delito común. Sus asesinos se encargaron de robar su taxímetro, una linterna, una chaqueta, el carnet, la licencia de conducir y un reloj.

Los documentos aparecieron al día siguiente en Viña del Mar, a 120 kilómetros de Santiago.

El lugar quedaba apenas a 30 minutos de la casa del carpintero Alegría Mundaca. Y eso selló dramáticamente su destino.

Caceroleos y festival

Cuando mataron a Tucapel Jiménez, la agenda noticiosa aún estaba copada por el Festival de la Canción de Viña del Mar, que ese año tuvo una de las versiones más espectaculares y glamorosas de los ‘80. El despliegue contrastaba con lo que realmente se vivía Chile: mientras los agentes perseguían a los opositores al régimen militar, en el escenario de la Quinta Vergara se lucían Rafaella Carrá, The Police, Salvatore Adamo, Raphael, Amanda Lear y Miguel Bosé, entre muchos más. Incluso, como jurado fue invitada Lindsay Wagner, la protagonista de la serie norteamericana La Mujer Biónica, un lujo para un país en plena crisis económica.

En la víspera del certamen musical, mientras el presidente de la ANEF estaba preocupado de llamar a la unión sindical, en Valparaíso Alegría seguía todos los pormenores del Festival de Viña. Simplemente, no le interesaba la coyuntura social y política del país. No así a Rosa Mundaca, su madre, quien sí se atrevió a tocar cacerolas en las primeras protestas contra el régimen. Algo que era común en muchas poblaciones a mediados de los ’80.

Eso, al carpintero no sólo no le llamaba la atención. Tampoco le gustaba.

–¡No hagai esas tonteras!– le decía a su mamá.

Tan desconectado estaba de la realidad que vivía Chile, que en su familia aseguran que cuando apareció en las noticias que Tucapel Jiménez había muerto, Alegría no dijo nada.

El crimen impactó fuertemente al país. Y, curiosamente, fue el propio régimen militar el que pidió, a través de su Ministerio del Interior, que se nombrara un ministro en visita.

El caso recayó en el ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago Sergio Valenzuela Patiño, un juez que había hecho su carrera en la justicia laboral y que tuvo el proceso durante 17 años sin lograr mayores avances. Eso, hasta que en 1999 fue nombrado en su reemplazo Sergio Muñoz. Fue él quien dio un reimpulso a la causa y descubrió el gran secreto del régimen de Pinochet: que los homicidas de Tucapel Jiménez eran parte de la Dirección de Inteligencia Nacional del Ejército (DINE), algo que intentaron ocultar durante años, pues se trataba del único crimen cometido directamente por el Ejército y no por los servicios de inteligencia que operaron a partir del golpe de Estado.

“Querían limpiar al Ejército porque hasta el momento no tenía ninguna víctima”, explica Jorge Mario Saavedra, quien fue abogado querellante en los casos Alegría y Tucapel Jiménez.

A diferencia de otros crímenes, la muerte de presidente de la ANEF se había convertido en un grave problema para varios generales, quienes se percataron que había fracasado totalmente su intención de que la opinión pública creyera que a Jiménez lo habían asesinado delincuentes comunes. Y pese a que Valenzuela Patiño siempre se destacó por la lentitud en sus pesquisas, la parte querellante –los abogados Jorge Mario Saavedra, Aldo Signorelli y Enrique Silva Cimma–, hacían sus propias investigaciones para esclarecer el caso. De hecho, Saavedra no sólo recibió amenazas; también en varias ocasiones la CNI le dejó mensajes dentro de su casa de Las Condes y su oficina para demostrarle que sabían dónde vivía y qué hacía.

“Tremenda cagadita”

Tan complicados estaban los militares con el crimen de Tucapel Jiménez, que la CNI ideó un plan para encubrir el homicidio. Para ello, el agente Carlos Herrera dejó su comisión de servicio en la DINE –donde fue llevado especialmente para cometer el homicidio del dirigente- y regresó a la Central Nacional de Informaciones (CNI) a cumplir una nueva misión.

“El general Humberto Gordon Rubio me mandó a buscar para manifestarme que él estaba en conocimiento de mi participación en el homicidio de don Tucapel Jiménez Alfaro y que, por ese hecho, él tenía la obligación y el mandato de arreglar, según lo dijo en palabras textuales, ‘la tremenda cagadita que había hecho el Ejército’”, confesó Herrera años después.

La misión se le reiteró en febrero del año 1983, mientras Herrera estaba a cargo de la seguridad del Festival de Viña junto al emblemático ex jefe del cuartel Borgoño de la CNI, Álvaro Corbalán. En esa oportunidad, según su relato, Gordon le dijo que “en algún momento se iba a tener que realizar una misión para encubrir el homicidio de Tucapel Jiménez. Pero no sabía cómo, ni cuándo, ni la forma en que se iba a gestar”.

Herrera esperó tranquilamente la misión. Hasta que llegó el día y el lugar: el 11 de julio de 1983, en Playa Ancha.

“Alguien solo, pobre, cesante”

La orden que le dieron suena tan cruel como el crimen: le pidieron que eligiera a alguien pobre, “que fuese bueno para beber, bueno para el trago, dicho más claro, que viviera solo, en una casa que pudiese ser de fácil acceso, sin que se enteraran los vecinos”, contó Herrera.

La búsqueda del candidato para inculparlo del crimen de Jiménez comenzó los primeros días de julio. Uno de los agentes que trabajaba en Valparaíso fue el primero en empezar a pasearse por Playa Ancha. Buscó un sector popular y así dio con Alegría. Fue entonces cuando empezaron a seguirlo hasta que se dieron cuenta de que vivía solo, que a veces llegaba borracho y que su casa sencilla era fácil de abrir.

“La instrucción fue buscar a una persona sola, cesante, que cuando muriera nadie se preocupara por ella al menos en unos cinco meses”, detalla Saavedra.

La búsqueda de ese perfil es uno de los elementos que más impactó, incluso, al magistrado Sergio Muñoz.

“Para mí, el crimen de Juan Alegría es uno de los casos de violaciones a los derechos humanos de mayor gravedad: que se elija a una persona para hacerla responsable de un hecho y después darle muerte, es algo que sobrepasa cualquier capacidad de comprensión”, explica sentado en su oficina de la Corte Suprema.

Han pasado once años desde que recibió la confesión de Herrera y el juez aún se impresiona con la crueldad con que actuaron los agentes en ambos casos, pero particularmente, en el asesinato del carpintero. Esto, pese a que ha investigado más de una docena de causas de violaciones a los derechos humanos.

“Generalmente se señala que, desde el punto de vista sicológico, los agentes de seguridad responden a un patrón en el que se les inculca el odio a una persona por su ideología. Pero en el caso de Juan Alegría eso no se da: acá la justificación de la tortura y el maltrato no se cumplen, porque se eligió a una persona sola, desvalida y con carencia de redes sociales y familiares”.

Una carta

La última vez que Rosa Mundaca vio a su hijo fue el 9 de julio de 1983.

Esa noche, antes de ir a trabajar al mirador, Alegría visitó a sus hijos Marcela y Juanito. Ambos vivían con su abuela Rosa. Jugó con ellos lotería y después comió carbonada y una ensalada de lechuga con salmón y cebolla. Luego, en la mesa tiró unos dados junto a su cuñado Luciano García, el esposo de su hermana Alicia.

Su madre le preparó una vianda para que llevara al mirador. Sería un turno largo y frío: dos panes con fiambre y un frasco con café. Junto a la colación, su hijo echó a su bolso de tevinil una bufanda y un gorro. Porque si hay un cerro en Valparaíso donde el viento sopla más fuerte y helado es Playa Ancha.

Al día siguiente, el carpintero se había comprometido a llevar a Juanito a ver un partido de fútbol a una de las tantas canchas del barrio.

–¡Este se olvidó que tiene hijos!– se quejaba en voz alta Rosa cuando pasaban las horas y el carpintero no aparecía.

De pronto Juan Salinas, un compañero de trabajo en el mirador, les avisó que no se había presentado al turno.

–Debe estar tomando otra vez– pensó su madre.

Sin noticias de su hijo durante dos días, la mujer decidió ir a buscarlo. ¿Y si le había pasado algo? ¿Y si no tenía cómo avisar?

El 13 de julio, en Valparaíso había una lluvia torrencial. A Rosa y su yerno Luciano García les costó caminar por el agua y el barro que escurrían cerro abajo. Más difícil todavía fue entrar hasta el sitio donde el carpintero tenía su casa. Sin pavimento, las cosas se complicaban aún más.

Nadie abrió cuando golpearon a la puerta. García fue el primero en asomarse por la ventana. Vio a Alegría tirado en su cama y sonrió.

“Pensé que estaba curado, ya que era bastante bueno para beber”, relataría poco después a la Brigada de Homicidios.

Rosa estaba desesperada. Después de 48 horas sin noticias de su hijo, tenía una mala corazonada. Insistió en entrar a la casa.

–¿Esta muerto?– preguntó a su yerno.

–Sí, pero muerto de curao– respondió García en son de broma.

Rosa no sonrió. Angustiada, consiguió un martillo y junto a su yerno quebró el vidrio de una ventana.

Lo que vio en la casa la desvaneció.

“Mi hijo estaba muerto. Con Luciano nos abrazábamos, nos caíamos al suelo y nos volvíamos a parar. ¡Yo lo vi! ¡Estaba muerto! Le habían degollado sus dos manos (sic). Nunca se me olvidó esa imagen. Una de sus manitos la tenía caída”.

La sangre no sólo había mojado la ropa de cama. También salpicó una viga de la casa, la pared y el piso. Un dato del sitio de suceso que pasó curiosamente desapercibido en ese entonces, fue la pisada de un zapato. Para el juez Muñoz, que observó las fotos del lugar del crimen casi 20 años después, revelaba que alguien más que el carpintero había estado allí: era el único espacio del suelo que no estaba ensangrentado.

De pronto, en medio de su llanto, Rosa vio que sobre un baúl había una carta. El mensaje estaba escrito en papel roneo y con lápiz de pasta azul. La mujer no podía creer lo que leía: su hijo Juan se culpaba del crimen de Tucapel Jiménez y le encargaba que cuidara a los niños. También pedía disculpas por haberse suicidado:

“Esta historia no me la van a creer, pero el finado Tucapel Jiménez se me parese por todas las noches y yo no quise matarlo, y yo no sabía quien hera solo quería agarrarle un billete asartar unos dos taxistas y venirme pero el se me resistó y cuando le dispare a la cabeza, y no moría, saqué el cuchillo y selo enterre en el cuello, se lo rebolbí pero no sabía lo que hacía y que hera él. Le chupe la plata sus documentos, el taxímetro y cuando supe quien hera lo boté pero me guarde la linterna porque haveses no tengo lus, y la plata que no eran mas de $1.000 me persigue día y noche y yo no quiero seguir bibiendo. Perdoname mamita y cuidame a mis huachitos julio 1983 Juan Alegría M.”(sic).

Rosa quedó paralizada. De inmediato recordó que el día en que mataron al presidente de la ANEF, ella fue la única de la familia que lo lamentó. También, hizo memoria y era imposible que su hijo hubiese viajado a Santiago.

“El día que mataron a Tucapel Jiménez, mi hijo trabajaba en la ampliación de la casa de un doctor en el cerro San Juan de Dios. Él no podía estar en dos partes. Pensé de inmediato que lo habían obligado a escribir esa carta”.

Rosa no estaba equivocada. Pero tendría que esperar 17 años para saber la verdad.

“Tienen que ser fuertes”

Contarle a los hijos del carpintero que su padre había muerto, fue lo más difícil de la situación. Los niños habían sufrido mucho. Poco antes de ir a vivir con su abuela Rosa, habían pasado por un hogar de menores en Valparaíso.

Fue una tía quien les avisó. Esperó a que llegaran de la escuela.

–Ustedes tienen que ser fuertes para lo que les voy a decir: a su papá lo encontraron muerto en su casa.
Los hermanos cayeron al suelo. Lloraron toda la tarde.

“Demasiado perfecto”

Algo no cuadraba en el sitio del suceso: era tan perfecto que llegaba a ser burdo.

Junto a la carta suicida, Rosa Mundaca también encontró un billete de mil pesos, una linterna, una chaqueta y una botella de vino blanco. La escena mostraba que su hijo había estado bebiendo mucho. Pero algo le hizo ruido: Alegría sólo tomaba vino tinto.

Rosa no era la única que tenía dudas. En Santiago, el abogado Jorge Mario Saavedra, querellante en el crimen de Tucapel Jiménez, apenas se enteró de la muerte del carpintero, viajó a Valparaíso. Desde el comienzo quiso que ambas causas se acumularan: estaba seguro que una misma persona había cometido los dos homicidios.

“Siempre supe que era un crimen. Era imposible que Juan Alegría se hubiera suicidado porque nadie que tiene cortes tan profundos en sus venas puede cortarse la otra mano”, explica Saavedra.

Según el parte policial, la data de muerte había sido a las 14:00 horas del 11 de julio, el mismo día en que el carpintero quedó de llevar a su hijo a mirar un partido de fútbol.

Alegría tenía dos heridas con corte de ligamento en los brazos. Una era de seis centímetros y la otra de cinco. Y pese a que el sentido común hacía más que evidente que cortes de esa profundidad hacían imposible que se los hubiese hecho una persona a sí misma, se estableció como la causa posible de muerte “anemia aguda por heridas cortantes de tipo suicida”. Días después, el entonces Instituto Médico Legal la confirmó.

Así, el caso quedó caratulado como “suicidio de Juan Alegría Mundaca”, en el Sexto Juzgado del Crimen de Valparaíso. Sólo su vínculo con Tucapel Jiménez hizo que llegara a oídos de la prensa y que, posteriormente, fuera remitido a Santiago como parte de los expedientes de Valenzuela Patiño.

El viernes 22 de julio de ese año, más de una semana después del hallazgo, el vespertino La Segunda tituló su portada con grandes letras: “Exclusivo: se suicidó implicado en el caso Tucapel”. La nota no incluía el nombre de Alegría Mundaca, pero explicaba que en su poder se hallaron especies del dirigente sindical y una carta, en la que el suicida se autoinculpaba de asesinar a Tucapel Jiménez para robarle. (ver galería de archivos de prensa abajo).

Bastó este “golpe noticioso” para que los otros medios se lanzaran a conseguir la identidad del presunto suicida, así como los detalles del vínculo de este caso con el crimen del presidente de la ANEF.

El móvil del homicidio del Tucapel Jiménez era más que evidente: al régimen le molestaba su influencia y liderazgo porque era el único líder sindical capaz desestabilizarlo. Pero ¿por qué la CNI eligió justamente a Juan Alegría para encubrir el crimen?

Cinco hombres y una misión

La última vez que Rosa Mundaca vio a su hijo, Alegría le insistió en que lo vigilaban.

–Me están siguiendo unos güevones y usted no me cree.

El carpintero no se equivocaba. Al salir de la casa de su madre, cinco hombres lo esperaban en la calle. Eran los mismos que lo habían seguido durante varios días: los agentes de la CNI Carlos Herrera Jiménez, Álvaro Corbalán, Francisco Zúñiga y otros dos sujetos de menor rango: Armando Cabrera Aguilar y Hugo Alarcón, conocidos en los cuarteles como el Viejo Charlie y El Pera.

El carpintero ni siquiera pudo resistirse: medía 1 metro 50 centímetros y, además, al poco rato ya estaba borracho.

De Playa Ancha los agentes lo llevaron a una casa en Con Con. Allá siguieron obligándolo a beber. Lo esperaba Osvalo Pincetti, alias el Doctor Tormento, un colaborador civil de la CNI que se dedicaba a hipnotizar a los presos políticos en medio de las torturas.

“Una vez empezada nuestra conversación, le hice algunas preguntas, respondiéndome que se llamaba Juan Alegría, que era carpintero y que fue detenido por desconocidos en la vía pública. Transcurridos unos dos a tres minutos, me percaté que su estado de ebriedad era casi extremo, se podría decir casi borracho. Su falta de razonamiento y su fuerte hálito lo demostraba, por lo tanto, sería imposible hipnotizarlo (… )”, contó Pincetti a Valenzuela Patiño en 1992, aunque luego lo desmintió.

Tras obligarlo a escribir la carta, los agentes regresaron junto a Alegría a su casa en Playa Ancha. Lo traían a la rastra, abrazado a ellos, simulando ser un grupo de amigos borrachos. El carpintero aún estaba vivo, aunque apenas podía caminar por su estado de ebriedad. De ahí que les fuera tan fácil recostarlo en la cama y asesinarlo: un agente lo agarró de las piernas, otro de los brazos y un tercero le cortó las venas.

Lo siguiente fue más simple: pusieron la carta sobre el baúl y dejaron la chaqueta y la linterna dentro de la casa. Luego, una hoja de afeitar fue puesta cuidadosamente en el suelo, bajo la mano derecha de Alegría, que colgaba de la cama.

Dos días después, Rosa Mundaca entró a la casa y encontró a su hijo muerto.

Las condenas

En agosto del año 2000, la Corte Suprema condenó a presidio perpetuo como autores del homicidio calificado de Juan Alegría Mundaca a los oficiales de Ejército Carlos Herrera Jiménez, Alvaro Corbalán Castilla y al carabinero Armando Cabrera Aguilar. Todos ellos cumplen hoy su condena en la cárcel de Punta Peuco.

Osvaldo Pincetti fue sentenciado a 10 años de presidio en calidad de cómplice. El llamado Doctor Tormento murió en junio de 2007 en la Posta Central, donde se encontraba internado por una demencia senil severa.

En 2005, en un fallo dictado por el juez Sergio Muñoz, también se condenó a cinco años de cárcel al ex chofer de Corbalán, Hugo Alarcón Vergara, tras una reapertura del caso. Actualmente se encuentra en libertad.

Un año antes, en 2004, la familia del carpintero fue indemnizada con 120 millones de pesos, luego de que se comprobara que Juan Alegría Mundaca fue asesinado por agentes del Estado.

Francisco Zúñiga murió en 1991.

El caso había sido investigado durante 17 años por el juez Sergio Valenzuela Patiño, quien en 1998 absolvió a los inculpados del crimen. Sin embargo, la Corte de Apelaciones y la Suprema revirtieron el fallo, los condenaron a pena perpetua y cambiaron al juez del proceso. Cuando asumió Sergio Muñoz, no sólo resolvió el homicidio de Tucapel Jiménez, también sentenció a Hugo Alarcón Vergara en el caso Alegría.