MOTÍN DE LOS ARTILLEROS Y DESTRUCCIÓN DE PUNTA ARENAS, NOVIEMBRE DE 1877




MOTÍN Y DESTRUCCIÓN DE PUNTA ARENAS, 11 DE NOVIEMBRE DE 1877

(Legión de os Andes, www.legionarios.webhispana.net)

Antecedentes del motín de los artilleros

El envío de presidiarios a la lejana colonia de Punta Arenas, había sido una imprudencia desde el primer momento. La dura lección del motín de Cambiaso, que sólo fue posible sofocar después de tres meses, abrió los ojos de Antonio Varas. La colonia estaba demasiado distante y aislada y las comunicaciones eran en exceso lentas y difíciles para que fuera posible arbitrar oportunamente medidas en caso de sublevación o de catástrofes imprevistas. Además, el presidio y la colonización se excluían, concepto que un cronista esculpió ochenta y cinco años más tarde en una frase lapidaria:

"Junto con llegar el primer colono, debió salir él último presidiario". Trasladó el presidio a Juan Fernández, y erigió a Magallanes en territorio de colonización, por decreto de 8 de julio de 1853.

"Usando - dice - de la facultad que me confiere el artículo 4 o de la ley de 2 de ju1io de 1852, y por cuanto el establecimiento de Magallanes, después que ha dejado de servir de presidio, sólo puede fomentarse y adelantar destinándola a colonización:

"Decreto":
"ARTICULO 1°. Erígese en territorio de colonización el establecimiento de Magallanes."
"ARTICULO 2°. Este territorio será regido por un gobernador de dependencia directa del presidente de la República, el cual ejercerá las funciones propias de un gobernador departamental, en la parte que tenga lugar' y las que han correspondido hasta aquí al jefe de aquella colonia."

En los países hispanoamericanos, las lecciones de la experiencia no lograron llegar hasta el cerebro. Chile fue a este respecto una excepción relativa. Sus dirigentes tomaban nota de ellas, pero las olvidaban al día siguiente. En todo lo que va corrido de nuestra historia, no se ha formado una verdadera tradición en que la experiencia acumulada guíe los pasos de los que vienen después. Apenas dejó Montt el poder, se restableció el presidio de Punta Arenas, que permitió desaguar las cárceles, siempre repletas, y adelantar con brazos baratos los progresos de la colonia.

Lo que en tiempos de Bulnes había sido una bisoñada, ahora era una imprudencia inexcusable. Al peligro inherente a un establecimiento penal en la ubicación y las condiciones del de Magallanes, se había añadido otro mayor. Desde que Rosas, desembarazado de las complicaciones internacionales, convirtió su atención. al sur, su empeño se orientó hacia la destrucción del establecimiento de Fuerte Bulnes, fundado en el Estrecho; después de la renuncia a la Patagonía de las constituciones chilenas, había incorporado in mente al dominio argentino su mitad oriental, por medio de los indios, los únicos elementos de que podía disponer, política que sus sucesores, en la imposibilidad de ocupar el territorio al sur del río Negro, prosiguieron, sirviéndose de los indios y de aventureros sin dios ni ley, por intermedio de Luis Piedrabuena, establecido desde 1859 en la pequeña isla de Pavon, situada 12 kilómetros al interior de la desembocadura del Santa Cruz. Con razón o sin ella, en su época, nadie dudó de que el misterioso e inexplicable asesinato del gobernador Philippi había sido obra de un cacique ex aliado de Chile, a instigaciones de uno. de los aventureros que actuaban en nombre de la Argentina, en defensa de sus derechos a la Patagonía, el Estrecho y la Tierra del Fuego, amagados por la ocupación chilena, que entonces no estaba en situación de repeler con la fuerza.

Ni era necesaria la instigación directa al motín y a la destrucción de la naciente colonia. Desde el gobernador hasta el último soldado conocían al dedillo la rivalidad chileno-argentina por la Patagonía; y desde que la disputa entró en actividad con el advenimiento de Ibáñez al ministerio de Relaciones, la guerra entre los dos países constituía el tema predilecto de las conversaciones en la simple y vacía vida puntarenense. La tentación de saquear la ciudad, destruirla, y enseguida internarse en la pampa, donde serían recibidos con los brazos abiertos, llevándose los caudales de la tesorería y de los comerciantes, era una poderosa carga de explosivos colocada en los cimientos de Punta Arenas, con la mecha lista para que un incidente cualquiera, o el simple despertar de los instintos, reprimidos por el peso del orden social, la encendiera, haciendo volar en pedazos el establecimiento.

El envío de guarnición a Punta Arenas fue considerado siempre por oficiales y soldados como el deber más penoso de la carrera militar, casi como un castigo. El régimen a que estaba sometido el soldado era el mismo del centro del país; pero en Punta Arenas resultaba más duro, a causa del clima, de la falta de comodidades y de recursos y del tipo mismo de la vida. Los dos años de guarnición transcurrían entre la nostalgia de la vida del norte a que las tropas estaban habituadas, el clima, las frutas, las diversiones, los amigos y el deseo vehemente de que llegase cuanto antes el relevo. En sus cerebros primitivos se producía el mismo fenómeno que en el presidiario, cuyos deseos de fuga se despiertan con la proximidad del término de la condena, por el avivamiento de la representación de la vida que vivió otrora.

El gobierno, cuya atención estaba acaparada por la política interna, la crisis económica, el déficit financiero y las cuestiones internacionales, no tenía conciencia de este hecho; y, por economía, resolvió prorrogar por un año más la permanencia en Punta Arenas de la primera compañía de la segunda batería del regimiento de artillería de costa, que ya había cumplido los dos años de destinación. Y como si se hubiese propuesto hacer más irritante la medida, se renovó a los oficiales. Dublé Almeida, lejos de representar los peligros de la resolución, la había insinuado, movido por el deseo de adelantar la instrucción de la tropa, que estaba muy atrasada.

El capitán Pío Guilardes, quien mandaba la compañía, era un militar recto, severo, inflexible en el cumplimiento del deber, empapado en el espíritu de la antigua ordenanza, que basaba la disciplina en el terror al castigo; pero en ningún caso el monstruo que se representa si se le mide con el modernísimo criterio que basa la obediencia en la compenetración moral de los jefes y oficiales con los soldados. Los cerebros de algunos colonos europeos impresionados, tejieron en tomo del sadismo de Guilardes una leyenda que, salvando las distancias, recuerda las escenas de la Baja Edad Media evocadas por Huysmans, en la cual es imposible separar la realidad de las exageraciones de la fantasía. Si hubiéramos de creer a la tradición forjada por ellos, cuando se cumplían los cien varillazos, aplicados en las espaldas y en las posaderas desnudas, a cuya aplicación asistía por placer, exclamaba: "Dale más". Hacía arrojar baldes de agua helada sobre las carnes desgarradas por las varillas. Eso sí --lo reconoce la tradición -- jamás castigaba injustamente.

Entre esta leyenda y la afirmación de Dublé Almeida, militar culto, recto y veraz, de que nunca llegaron a sus oídos reclamos ni noticias de estos castigos, fuerza es atenerse a su testimonio.

Pero si todos los datos conocidos desmienten la leyenda que los colonos han trasmitido a la posteridad sobre el sadismo de Guilardes, su conducta severa y la rígida disciplina que impuso a la compañía debía, necesariamente. representarse como dureza antipática a tropas reclutas que antes de venir a Punta Arenas no habían servido en el norte y acostumbradas a una tolerancia muy vecina a la licencia por su antiguo jefe. el capitán Benjamin Blanco Viel.

A estos hilos ya dispuestos en el telar del suceder. la necesidad que tienen los pueblos de explicarse los acontecimientos por causas visibles y concretas, añadió otros dos que, siendo efectivos. o mucho nos engañamos o no pesaron en el desarrollo del motín. en la medida que se ha supuesto.

Como acabamos de ver. el servicio religioso de Punta Arenas estaba a cargo del padre Mateo Matulski, de nacionalidad polaca. Por la heterogeneidad de sus altos elementos. en el terreno religioso, Punta Arenas, lo mismo que Valparaíso exigía en en capellán inteligencia. amplitud y elevación de espíritu y un concepto religioso superior; salvando las distancias, un sacerdote del corte de Mariano Casanova. o del señor Taforó. El padre Matulski, sacerdote de vida correcta y bastante celo religioso. era de cerebro estrecho y fanático; o sea, todo lo contrario de lo que Punta Arenas necesitaba. A esta estructura cerebral se unía la exaltación producida por el revival mundial y por el ultramontanismo agresivo que el arzobispo Valdivieso y el obispo Salas imprimieron al clero chileno y que culminó con la discusión del proyecto de ley de cementerios. Llegaba a tal extremo su fanatismo que se le sindicaba de haber hecho desenterrar el cadáver de un hijito del ex gobernador Viel, muerto antes de bautizarlo.

La convivencia con un capellán, del corte del padre Matulski. a menos de abdicar la dignidad del cargo y convertirse en simple instrumento de su fanatismo, era difícil, aun para un gobernador flexible y conciliador. Y ya hemos visto que entre las relevantes dotes de Dublé Almeida, no se contaban la tolerancia y la flexibilidad. Los choques se polarizaron en la tolerancia cariñosa que Dublé dispensaba a los misioneros del obispo de Falkland, empeñado en la vana tarea de transformar a los indígenas en cristianos dulces, laboriosos y civilizados; pero, en la práctica, chocaban en todo y por todo. Sus riñas fueron tantas y tan estrepitosas, que su eco repercutió en interpelaciones de los diputados conservadores en la cámara.

Se ha atribuido a esta rivalidad influencia casi decisiva en el motín de los artilleros. Dublé Almeida murió en el convencimiento de que el padre Matulski fue su principal o uno de sus principales instigadores. Los cronistas, por su lado, dando de mano a esta imputación desmentida por el desarrollo y las finalidades del motín, creen que el fanatismo antirreligioso envolvió al gobernador "en vahos de infierno y olores a Lucifer".

El hecho es exacto; pero de ahí a que la irritación de los pocos fanáticos que había en Punta Arenas repercutiera en la tropa, decidiéndola al motín, hay distancia. La misma causa que impedía a los broncos cerebros de los soldados de aquel entonces darse cuenta del alto valer de Dublé Almeida, de su talento, su ilustración y su rectitud administrativa, les impedía revolverse contra su anticlericalismo.

Lo mismo ocurre en el último factor: el descontento con el régimen militar a que estaba sometida la colonia. El error de convertir a Punta Arenas en colonia penal, llevaba implícito el régimen militar. No se acierta a comprender cómo habría podido conciliarse la vida civil moderna con la existencia de 80 o más confinados, que la autoridad necesitaba vigilar de cerca y cuyas peligrosas reacciones era necesario prevenir. La salida y la entrada de la ciudad, el tráfico comercial y hasta las expansiones de la vida, estaban tuteladas en una forma que no chocaba a la guarnición; porque era la vida de cuartel; pero que resultaba molesta y antipática para el elemento civil, y especialmente para los colonos europeos. El primero en advertirlo había sido el propio gobernador. En nota de 29 de diciembre de 1877, decía Dublé Almelda: "Los últimos lamentables sucesos ocurridos en Magallanes están manifestando cuán peligroso es mantener a Punta Arenas con el doble carácter de establecimiento penal y de territorio de colonización. Para el sostenimiento del primero, es necesario mantener un régimen disciplinario entre los relegados que no puede armonizarse con las garantías que las leyes acuerdan a los ciudadanos libres que vienen a establecerse en Punta Arenas; y éstos pueden fácilmente. y de distintos modos. introducir entre aquellos elementos de desorganización que la autoridad no puede impedir ni castigar sin faltar a las leyes y sin herir los derechos individuales. Creo también, como muchos, que la idea sola de que Magallanes es un establecimiento penal, hace difícil la colonización del territorio".

¿Que Dublé Almeida extremó el régimen militar? El hecho no se destaca con nitidez de los documentos que conocemos. En cambio, se destaca con caracteres muy resaltantes el hecho de que cortó con inflexible firmeza, más aún. con brusquedad, un diluvio de abusos y de granjerías tradicionales, que se desarrollaban al abrigo de la tolerancia de las autoridades, cuando no de su complicidad; con otras palabras, que cumplió demasiado a la letra la consigna que recibió del presidente al partir a su puesto.

A esta causa permanente de descontento, se añadieron las medidas de carácter militar que Dublé arbitró, en previsión de la guerra con la Argentina, que en esos días parecía ineludible, a lo menos para los militares y la gente que no estaba en el secreto de las determinaciones de Pinto y de Avellaneda de evitarla a toda costa. Estas medidas repercutieron antipáticamente en los colonos que formaban la elite puntarenense, comerciantes extranjeros, estrechamente ligados a Buenos Aires, que no vibraban al unísono del pueblo chileno.

La irritación contra la tutela demasiado activa de la vida y la rigidez moral del gobernador, se encarnó en 'Eugenio Ballester y Cepeda, oriundo de Coquimbo. Dueño de una cancha de palitroques, poeta, tinterillo y comisionista de ocasión, era, quizás, el personaje más popular de Punta Arenas. Rebelde por temperamento y por razón de su oficio contra reglamentaciones, disciplinas y todo lo que estorbaba la vida alegre y despreocupada, se había convertido en el enemigo acérrimo del gobernador, cuyo áspero mando, que no admitía disculpas, y cuya severidad casi ascética le irritaban. Huelga decir que, a pesar de ser teniente de cívicos, porque así lo exigía la autoridad, durante el motín no expuso en ningún momento su pellejo a las balas; antes al contrario, sonrió a los amotínados, mientras no emprendieron contra su negocio.

No se necesitaba de más para que el gobernador y demás funcionarios creyeran divisar en Ballester y en el padre Matulski a los inspiradores del motín.

Lo más que puede concederse es que los ataques del padre Matulski, la activa propaganda de Ballester y el sordo descontento de los afectados por la severidad administrativa y la tiesura militar del gobernador, formaron un ambiente alentador del motín.

El Motín

A la 1.40 de la madrugada del lunes 11 de noviembre de 1877, un cañonazo disparado a boca de jarro estremeció la casa de tablas de la gobernación. La granada atravesó las paredes del salón; una segunda destrozó el piano y la bala fue a caer en la pieza vecina, donde dormían las amas con los niños chicos. Una de ellas se fue a la pieza de Dublé Almeida, y presa de gran espanto, le dijo: "Señor, un tiro". En los momentos en que éste se dejaba caer de la cama, otra granada pasó por encima de la cabeza de su esposa, hizo explosión en la pared opuesta, y el culote cayó en medio del dormitorio.

En los primeros momentos, el gobernador creyó que se trataba de la explosión de algunos saquetes de pólvora que había en el cuartel de artillería, situado enfrente de la gobernación; pero la fuerza con que penetraban las granadas, lo hicieron comprender pronto que se trataba de disparos de cañones. Los dos niños mayores, de 8 y de 7 años, llegaron desnudos, gritando: "¡Papá, los argentinos nos matan!'''. Dublé arrastró a toda su familia y a las empleadas a una pieza subterránea. Enseguida, salió a la calle, acompañado de su hermano materno, Diego Miller Almeida, ambos armados de revólveres. Se encontró delante de 3 cañones emplazados a diez metros de distancia de la gobernación. En medio del vocerío ensordecedor de: "¡Vivan los argentinos!", oyó claramente: "¡El gobernador! ¡Mátenlel". "¡No le maten! ¡Ríndase; el capitán está muerto!" "¡Viva San Diego!''. Era el onomástico del gobernador. Una bala de carabina mató al soldado que estaba más próximo a Dublé. Otra le llevó el quepis. Diego Miller Almeida fue capturado.

Dublé continuó hacia el cuartel de cívicos, con la esperanza de reunir el batallón. El fogonazo de un cañón "abocado contra la casa del administrador de la hacienda fiscal Julio Izarnótegui permitió a los soldados reconocer al gobernador; pero, al tiempo de dispararle, el alférez Ramírez, quien gobernaba la pieza, les gritó: "¡No le tiren! ¡Déjenlo!". Llegó al cuartel de la guardia nacional, que estaba ya tomado por los artilleros.

Al sentir el primer cañonazo, los cívicos acudieron a su cuartel a armarse, mas el cabo Riquelme había tomado la precaución de enviar al cuartel un piquete a cargo del cabo Martines, que se apoderó individualmente de los que llegaban, encerrando a los adversarios y agregando a sus filas a los amigos.

Al pasar enfrente del boliche del comandante de cívicos y primer alcalde de Punta Arenas, sargento mayor de guardias nacionales Cruz Daniel Ramírez, Dublé lo encontró parado enfrente de su negocio. Lo disuadió de dirigirse al cuartel, donde ya nada era posible hacer; y entrambos encaminaron a los pocos cívicos que venían retrasados y en armas y a los empleados que toparon en la calle, a la gobernación marítima, donde el gobernador creía posible organizar la defensa.

Los cañones seguían disparando en la plaza y frente a la casa de Izarnótegui. En los alrededores del cuartel, los baldes de licor circulaban con profusión. La gente pacífica coma a refugiarse en los bosques que en ese entonces rodeaban la ciudad.

En ese momento, Dublé Almeida se dio cuenta de que ardía la gobernación, y su familia iba a perecer abrasada por las llamas. Se dirigió a su casa, esquivando el encuentro con los grupos de sublevados. Logró salir por el fondo de la casa a un potrero vecino, cargando las amas los niños más pequeños, y arrastrando él, atados en una frazada, a manera de trineo, a los cuatro mayores. A campo traviesa, cayendo y levantando, llevó su familia a un galpón de la Sociedad Carbonifera vecino a la playa y allí la depositó, con la esperanza de encontrar alguna embarcación en que ponerla a salvo.

A todo esto, el gobernador estaba tan a ciegas como el lector sobre el desarrollo de la primera parte del motín. El cabo Antonio Riquelme, que lo encabezó, vivía desde hacia algunos meses en una casa fiscal desocupada, en compañía de un confinado de malos antecedentes. Pero, por razones de servicio, el capitán Guilardes lo obligó a alojar en la cuadra del cuartel, como las demás clases de soldados. Sobre el otro cabecilla, el sargento Isaac Pozo Montt, no hay antecedentes anteriores al motín. Entre ambos lograron ganarse a algunos soldados, uno de los cuales, José Antonio Stuardo, iba a señalarse por sus hazañas de criminal sanguinario.

Dado el orden que reinaba en la República y la relativa rapidez de las comunicaciones, el motín, a diferencia del de Cambiase, no tenia posibilidad alguna de afianzarse siquiera por un mes. Más aún, la presencia de la "Magallanes"; en las inmediaciones de Punta Arenas, sólo permitía un rápido saqueo de la ciudad, seguido de la fuga inmediata a la Argentina. El golpe se ajustó desde el primer momento a este orden de cosas, inclusive la destrucción de la colonia, precio con que sus autores pensaban comprar el amparo del gobierno argentino.

Riquelme esperaba que la "Magallanes" se alejara a las costas del Skiring Waters, donde estaba ocupado en trabajos hidrográficos y que le correspondiera su turno de sargento de semana. Lo demás se había encargado de prepararlo el propio capitán Guilardes, con la imprudencia de convertir el servicio de guardia en castigo. Los conjurados se hicieron castigar deliberadamente para estar de guardia en la noche del 10 al 11 de noviembre.

Al grito de "Los argentinos", Riquelme y sus compañeros despertaron a la tropa, engañándola con una alarma nocturna, que todos creyeron dispuesta por el comando. Procedió enseguida a amunicionar a los confinados, en su mayoría desertores del ejército, y con su concursos se apoderó de los cañones que había en el cuartel. Un tiro de carabina, que se escapó a un confinado, alarmó al sargento Belisario Valenzuela, comandante de la guardia; mas ya no era tiempo de defenderse. A los gritos de "¡Al cuerpo de guardia!", "¡A la casa del capitán!", los conjurados, que ya pasaban de ciento, se dividieron en dos partidas. Una se apoderó del sargento Valenzuela y lo encerró en una pieza contigua. Arrastraron enseguida las tres piezas de artillería y las abocaron a la casa de la gobernación, situada en frente del cuartel, y abrieron el fuego contra el edificio.

Otra partida, al mando del soldado Stuardo, se dirigió al fondo del cuartel, donde estaba la casita que habitaba el capitán Guilardes. Los asaltantes derribaron la puerta, y apartando a la señora, que les salió al encuentro, penetraron en el dormitorio. Descargaron sobre el capitán sus carabinas. Un balazo, que dio en el pecho, lo mató instantáneamente. Ya cadáver, el soldado Carlos Sepúlveda le dio un bayonetazo en el ojo izquierdo. Cuatro soldados que acudieron en su auxilio murieron en defensa de su jefe.

Hemos dejado a Dublé Almeida buscando una embarcación en que salvar a su familia. No encontrando ninguna, confió los suyos al teniente de ministro Justo de la Cruz, y se dirigió al centro del motín, llevando una gorra en vez del quepis y un saco en reemplazo del dormán que no alcanzó a colocarse. Alentaba la esperanza de que su ascendiente lograra contenerlo y salvar la ciudad. Lo primero era saber quiénes eran los cabecillas del motín. Para conseguirlo, se acercó a varios grupos. La gorra de marinero, el saco y el barro que cubría la cara como consecuencia de las caídas, le disfrazaban tan perfectamente que nadie lo reconoció. Pronto se informó de que los cabecillas eran el sargento Isaac Pozo y el cabo Antonio Riquelme, y se dedicó a buscarlos. A la luz de los fogonazos, distinguió al sargento Pozo, quien mandaba un cañón en la plaza frente a la iglesia. Dio la vuelta al templo para poder acercarse. Pero en esos momentos la oscuridad era completa. A fin de localizarlo, preguntó en alta voz: "¿Quién manda aquí?". "¡Yo!", contestó el segundo artillero, Y Dublé, tomándolo por Pozo, lo mató de un balazo de revólver. Al mismo tiempo recibió un golpe en la cabeza detrás de la oreja izquierda que lo derribó aturdido.

Empezaba a clarear el alba. Ardían los edificios públicos de Punta Arenas y el fuego amenazaba comunicarse a las casas vecinas, todas de tablas. El gobernador no volvía de su aturdimiento. En media hora más iba a ser descubierto y despedazado, en venganza del camarada muerto. Pero una cureña arrastrada por los sublevados pasó por sobre sus piernas. El dolor le hizo recobrar el conocimiento. Intentó ponerse de pie, y como las piernas no se lo permitiesen, se arrastró, como pudo, hasta colocarse al abrigo de la culata de la iglesia. Desde su refugio oyó un diálogo, que decidió, no del desenlace del motín, porque éste fatalmente tenia que ser el mismo; pero que lo orientó hacia el único camino de salvación que le quedaba. Uno de los cabecillos preguntó en la vecina sacristía: "¿Que no está el capellán?" "No" contestó desde adentro otro que había penetrado en ella. "Entonces, vámonos", replicó el de afuera. "¿Y qué vamos a hacer después de la fiesta?" "Nos vamos a Montevideo en el vapor que llega el miércoles. Si no nos llevan por bien, nos llevarán por mal. Ya se sacó toda la plata." Junto con alejarse los cabecillas que, buscaban al capellán, al parecer para consultarse con él, Dublé se puso de pie, fajó con el pañuelo su rodilla izquierda dislocada y tomó el camino de Cabo Negro, distante siete leguas de Punta Arenas. Iba en busca de la "Magallanes", que había salido en expedición hidrográfica, y que suponía en el Skiring Waters, el seno que sigue al de Octay.

La orgía de alcohol, sangre y lascivia

Al clarear el día 11, la mayor parte de las familias acomodadas habían huido al monte. Las que no pudieron hacerlo se habían agrupado en las casas de algunos extranjeros o nacionales, que suponían a cubierto de asaltos, en razón del respeto o del cariño que inspiraban al pueblo. Y cuando el alcohol borró todo resto de sentimientos humanos, se ocultaron en los entretechos y en los rincones más inaparentes. El programa revolucionario; o sea, el asesinato del capitán Guilardes, la extracción de los 6.644 pesos fuertes que había en la tesorería y el incendio de todos los edificios públicos de la ciudad, qued6 cumplido en la mañana del 11 de noviembre. Se siguieron las visitas domiciliarias, en busca de las autoridades, que se suponían ocultas en algunas casas de la ciudad.

Pelotones de soldados y presidiarios armados, seguidos de la hez del pueblo, penetraban de preferencia en las cantinas, donde se embriagaron hombres y mujeres. El alcohol empezó a hacer sus efectos y las visitas degeneraron en orgías de presidiarios. Mientras algunos ciudadanos y ciudadanas se apoderaban de lo que despertaba su codicia, parejas bailaban la rueca, al compás de la Canción Nacional, tocada desde la puerta por la banda de la compañía de artilleros. Pronto la orgía tomó caracteres sangrientos. Estallaron las disputas por la posesión de las mujeres que lograban atrapar en las visitas domiciliarias, y un balazo a quemarropa o una certera puñalada decidla quién debía ser el violador.

La orgía alcanzó su periodo critico durante la tarde y la noche del 11; declinó algo el día 12 con el sueño del alcohol, la saciedad, el cansancio y la fuga de las mujeres que no habían logrado hacerlo en los primeros momentos. Huían ultrajadas la madre y la hija, la una a la vista de la otra, pero libraban la vida, que casi seguramente habrían perdido más adelante en las nuevas riñas por su posesión. Con su fuga desapareció la principal manzana de discordia entre los soldados y los presidiarios.

La actividad de los pocos que resistieron de pie los efectos del alcohol, se orientó de nuevo hacia la destrucción de la ciudad, que fue el norte deliberado del motín. Acordaron dejar en pie la iglesia por consideración al capellán Matulski, pero pusieron fuego al hospital. Los enfermos que no pudieron huir por sus pies perecieron achicharrados por el fuego. Siguieron con la casa de Cruz Daniel Ramírez y con los demás edificios de propietarios que les eran antipáticos; con el aserradero, los galpones, los graneros y cuanta construcción podía servir al restablecimiento de la vida de la colonia.

Entre las 7 y las 8 de la mañana del día 12, se produjo una pausa en los saqueos y destrucciones. Se divisaba en lontananza un vapor, que no fue posible identificar, a causa del humo que lo envolvía. Al fin pudo descubrirse que era el "Memphis" , de la compañía alemana Kosmos. Riquelme resolvió apoderarse de él, para realizar la fuga al Plata, que era el desenlace proyectado del motín. Por fatalidad para los amotinados, el vapor venia prevenido de lo que ocurría en Punta Arenas. El vicecónsul inglés Diego Drunsmure había logrado salir de la ciudad en su chalupa antes de clarear, para prevenir al vapor inglés que esperaba ese día, y al encontrarse con el "Memphis", le advirtió del peligro que coma. De aquí que su capitán en vez de anclar, se mantuvo a distancia sobre las máquinas.

Viendo que el vapor no fondeaba, Riquelme concibió el proyecto de enviar en la chalupa de la gobernación al capitán del puerto Domingo Olavama, al cual se había reservado para este trance, después de algunos simulacros de fusilamiento, con la comisión de atraer al capitán del "Memphis" a la celada. Se embarcó también el sargento Pozo Montt con dos soldados y dos presidiarios armados. En el muelle se habla formado una viva discusión entre un grupo de artilleros, que querían embarcar en la lancha una pieza de artillería para cañonear al "Memphis" si se resistía, y Riquelme, quien temía que el cañón espantara la presa. Los primeros. indignados y semiebrios, hicieron al bote algunos disparos de carabina, que no dieron en el blanco.

Desde que se divisó el bote, el capitán Wilson se previno para recibido. Invitó a sus tripulantes a pasar a bordo; acogió favorablemente al capitán Olavaria, remachó una barra de grillos al sargento Pozo Montt y a sus cuatro acompañantes, y continuó viaje a Montevideo, escapando felizmente de tres cañonazos dirigidos desde tierra, uno de los cuales cayó a veinte pasos del centro del "Memphis".

Fracasada la tentativa de captura del "Memphis", el grueso de los amotinados y el populacho reanudaron la orgía para pasar el mal trago, mientras Riquelme planeaba la fuga por tierra, a través de la pampa, que el plan consultaba en segundo término.

DubIé regresa a Punta Arenas en la "Magallanes"

Hemos dejado al gobernador Dublé Almeida en las afueras de Punta Arenas, caminando con rumbo al norte en busca de la cañonera "Magallanes", que suponía en Skiring Waters. Llegó hasta el puesto avanzado de Tres Puentes, en el camino a Santa Cruz, a las 5 A. M.; pero no encontró a la guardia, que seguramente se habla venido a Punta Arenas. atraída por las columnas de humo y llamas que se elevaban desde todos los ángulos del pueblo.

En el camino, habla tenido que detenerse veinte veces para entrar la rótula dislocada de la rodilla izquierda. Colocando sobre ella dos astillas y fajándola fuertemente con los calzoncillos, pudo reanudar el camino sin que se repitiera a cada rato el molesto accidente; y pidiéndole a su temple de alma las energías que la herida y las magulladuras hablan restado a su cuerpo, prosiguió hasta Cabo Negro. Al llegar a río Seco, la marea alta le cerró el paso. Se desnudó y atravesó el arroyo con el agua hasta los hombros, llevando en alto sus ropas. Los calambres lo obligaron varias veces a tenderse en el suelo; descansaba algunos minutos y proseguía la jornada. Al llegar al río Chabunco, logró coger un caballo muy manso, y sirviéndose de la cinta del reloj como rienda lo acercó a un tronco; mas el envaramiento de las piernas le impidió montar. Soltó el caballo y atravesó a nado el rio Chabunco.

A las 8.15 de la mañana, Dublé llegaba a las casas de Cabo Negro, de propiedad de Juan de Dios Gallegos, y ya exhausto, se dejó caer en el zaguán. El administrador le suministró caballo y gula; le curó las heridas de la cabeza, y después de beber un poco de leche, le colocó sobre el caballo, atándolo a la silla con correas para que pudiera sostenerse.

Salió de Cabo Negro a las 9 A. M. A las 2.30 P. M. llegaba a Palomar. Aquí cambió caballo, volvió a beber un poco de leche, ya las 3 P. M., reanudó la marcha, acompañado del joven ingeniero Armet, quien venia de regreso de una visita a los oficiales de la "Magallanes", y del ex cabo del ejército Mariano González, el mismo que, por curiosa coincidencia, había acompañado en 1851 a Muñoz Gamero en su viaje en busca de elementos para sofocar el motín de Cambiaso.

A las 6 de la tarde estaba en la entrada del canal que une el mar de Octay con el Skiring, canal Fitz Roy. El cansancio y el dolor de la pierna izquierda, cuya rótula se había salido nuevamente, vencieron, al fin, la moral de Dublé. Creyó no poder seguir; pero reaccionó una vez más y prosiguió la dura jornada. A las 8 P. M. encontró a Guillermo Bloom, Juan Hurtado y Elias Brown, vecinos de Punta Arenas, que regresaban desde las minas de Haase y que le cambiaron sus caballos rendidos por sus propias monturas.

A las 11 de la noche, llegaron los tres viajeros a las minas de carbón. Se divisaba una luz a gran distancia, casi seguramente encendida por los tripulantes de un bote de la "Magallanes". En un nuevo esfuerzo llegaron al fuego a las 2 A. M. del dia 13. La decepción fue profunda. El fuego estaba abandonado, al parecer, desde hacia tres o más días. Reanudaron la jornada hasta llegar a la orilla del río Percy, que era necesario cruzar a nado. En la orilla opuesta estaba el bote de la "Magallanes", a cargo del teniente Juan Simpson, quien los recogió. Dublé había recorrido, en 23 horas, treinta leguas, 7 a pie y 23 en incesante galopar a caballo.

Se le arregló una cama en el bote, que los remeros hicieron volar en demanda de la "Magallanes", cuyo paradero preciso no se sabia. Con las primeras luces del alba, el ojo avezado de un marinero descubrió a la corbeta, ya las 3.30 de la mañana el bote atracaba a su costado. Momentos más tarde, la "Magallanes" navegaba en demanda del canal Fitz Roy. Al llegar al seno Octay, tomó a toda máquina el rumbo de Punta Arenas, mientras el cirujano Guillermo Bates curaba la grave herida en la cabeza y las contusiones de las piernas que recibiera el gobernador.

A las 8 de la mañana, a la altura de Indian Bay, recogió Latorre al vicecónsul inglés Drunsmure y sus remeros; pero nada pudo adelantar sobre el giro de los sucesos de Punta Arenas más allá de las noticias del gobernador. Sólo pocas millas antes de entrar al puerto encontró otro bote que hacia señales. Estaba tripulado por algunos de los amotinados que intentaron ganar el territorio de Santa Cruz, pero que el viento empujó hacia la Tierra del Fuego. En él iba cautivo De la Cruz, el teniente de ministro o tesorero, y por su relato yel de sus acompañantes pudieron, Dublé y Latorre, imponerse de la fuga de los amotinados hacia Santa Cruz. Pocas millas más adelante, fue necesario detenerse de nuevo, para recoger a las familias que, al divisar la cañonera, hablan dejado el bosque para acercarse a la playa. Entre ellas, venia sana y salva la de Dublé Almeida, compuesta de su mujer, sus siete hijos pequeños, algunos parientes y empleadas.

Al fin, a las 12.30 del día 14 de noviembre, después de 33 horas de navegación, que a Dublé y a Latorre parecieron 33 años, la "Magallanes" fondeaba en Punta Arenas. Acto continuo, Dublé Almeida saltó a tierra al frente de la compañía de desembarco de la cañonera, armada en guerra.

El desenlace. Destrucción de Punta Arenas

Desde la playa, Dublé Almeida, quien fue el primero en saltar a tierra, pudo imponerse de la destrucción de todos los progresos realizados durante su enérgico y fecundo gobierno. Las llamas hablan consumido la gobernación, la escuela mixta, el cuartel de la guardia nacional, el de la guarnición de línea, el edificio de los relegados, las casas fiscales que ocupaban el capitán Guilardes, el administrador de la hacienda fiscal, los preceptores, los oficiales, el hospital, la botica, la del boticario. la del doctor Fenton, el depósito de la ferrería, el correo, la del hospedaje de los colonos y el galpón y la maquinaria del aserradero. El almacén fiscal y todos los negocios particulares habían sido saqueados, y muchos de los edificios que ocupaban los últimos y las mejores casas de propiedad particular habían sido incendiados después de saquearlos. Una manzana entera de casas de colonos ardió también.

El número de cadáveres recogidos ascendió a 52. Entre los que fue posible identificar, se contaron 12 militares, 6 relegados, 11 de colonos y el de la matrona doña Toribia Benavides. Los heridos graves pasaron de treinta; no se tomó razón de los contusos.

En la noche del 14, fondeó la corbeta norteamericana "Adams", que venia del Atlántico. Al cruzarse con el "Memphis", el capitán Wilson le confió al capitán del puerto Domingo Olavarría a los remeros del bote de la gobernación y al sargento Pozo Montt y sus cuatro acompañantes para que los pusiera a disposición de las autoridades chilenas, que suponían ya restablecidas.

Cuando Dublé Almeida reasumió el mando de la colonia, hacia ya veinte horas que el grueso de los amotinados había salido de Punta Arenas. Como se recordará, desde que fracasó la tentativa de captura del "Memphis" se iniciaron con actividad, orden e inteligencia los preparativos para la fuga por tierra a la Argentina, donde Riquelme y sus cómplices esperaban ser recibidos con los brazos abiertos. Se mandó por todos los caballos que habla en la hacienda fiscal de Agua Fresca, y por las vaquillonas necesarias para el consumo durante el viaje. Se cargaron varios botes, que debían seguir por mar a la comitiva con la mercadería robada más valiosa.

La columna, compuesta de 38 artilleros, 5 cívicos, 38 relegados y presidiarios, 14 mujeres y algunós niños, en total alrededor de cien almas, al mando del cabo Riquelme, salió de la plaza a las cinco de la tarde del día 13 de noviembre en perfecta formación. El secretario Miller, el ayudante García y el teniente de ministro Justo de la Cruz iban en calidad de rehenes.

Al abandonar la ciudad, bajo la amenaza del arribo de ia "Magallanes", que esperaban por momentos, no tuvieron tiempo de destruir el cuartel de la guarnición. Una vez que traspusieron el río del Carbón, emplazaron en una loma la pieza de artillería que arrastraban consigo y dirigieron las granadas al polvorín del cuartel, hasta que se produjo la explosión y el edificio voló en pedazos.

El primer pensamiento de Dublé fue cortar el camino de los reos prófugos utilizando la "Magallanes", que podía transportar al Santa Cruz un piquete de tropas. Mas la Argentina, que nunca entendió que faltaba a sus compromisos enviando pequeñas expediciones o concesionarios a este territorio en litigio, amenazaba con la guerra cada vez que Chile ejercía en él cualquier acto de jurisdicción pasajera, inclusive el de perseguir bandidos. Así es que, después de madura deliberación, las autoridades de Punta Arenas resolvieron desistir de la persecución, para evitar mayor tirantez de las relaciones chileno-argentinas, que en esos momentos pasaban por uno de sus periodos críticos.

(Francisco A. Encina / Historia de Chile, Tomo XXX)